
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Quizás se hayan enterado ya del asunto, dado que trascendió rápidamente las fronteras argentinas. El intendente de una de las localidades más ricas del Gran Buenos Aires, llamada San Isidro, decidió levantar un muro de kilómetro y medio de largo para separar sus tierras de la vecina localidad de San Fernando. ¿Con qué objetivo? Combatir la (tan cacareada) inseguridad.
Como era inevitable, al intendente Gustavo Posse le llovieron acusaciones de discriminación y racismo. Los vecinos del lugar hicieron notar que el muro parte su vida en dos, en tanto pone a muchos alumnos de un lado y a sus escuelas del otro, dividiendo además familias y convirtiendo el contacto entre lugareños en una experiencia casi carcelaria. Las voces críticas hablaban de un ‘Muro de Berlín’, pero yo no asocié el ‘Muro de San Isidro’ esa experiencia ignominiosa ni a los sonidos de The Wall sino a las murallas con que el Estado de Israel aisla diversas zonas de Palestina, dificultando el acceso de miles de personas a sus lugares de trabajo e impidiendo a los granjeros el contacto con sus campos.
La excusa es idéntica: proteger al pueblo de Israel, o en este caso a los acomodados vecinos de San Isidro. Pero la realidad indica que una pared de kilómetro y medio no detendrá a delincuente alguno. Lo obligará a dar un rodeo, en todo caso, contribuyendo con su estado físico si el sujeto ‘va a trabajar’ a pie. Lo más probable, sin embargo, es que simplemente impulse a los delincuentes a ‘trabajar’ en otro lado. Esta intención coincide con uno de los objetivos tácitos de cualquier muro que encierra poblaciones: lo que se busca no es mejorar sus condiciones de vida, sino lograr que vuelquen su violencia en otra parte –y si es entre ellos, mejor.
El deseo más insidioso de aquellos que apoyan la creación de estos muros es tan simple como inconfesable: se trata de sugerir a aquellos que han quedado encerrados que son poco más que animales; de contribuir a la quiebra de sus espíritus; de dar institucionalidad a su status de ciudadanos de segunda –pobres, marginados, sin futuro y ahora habitantes de un ghetto.
Gustavo Posse debería ser objeto de un juicio político que pidiese su destitución. Pero seguramente habrá muchos (y no sólo ciudadanos de San Isidro) que reclamen para él la categoría de héroe, o lo que es lo mismo tratándose de política, de candidato de proyección nacional. La desintegración moral de buena parte de la sociedad argentina –y no hablo de la más humilde, precisamente- es tan grande, que mucha gente encuentra sensata la creación de ghettos siempre y cuando los que queden encerrados como criaturas infectocontagiosas sean otros –gente (que no es) como uno.