
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Siguiendo la línea del cuento de Ray Bradbury, Mariana Enríquez confiesa que su temor es devenir en uno más del coro. ‘…Nadie está exento de convertirse en un Indignado y sumarse a esas filas de bocas incansables y palmas, de baba y presión alta, de multitud casi lista para linchar, y no pensar, y congratularse, y seguir adelante’, dice en su artículo de la revista Lamujerdemivida. No pude evitar el recuerdo de Las ménades, un cuento de Cortázar que siempre me gustó mucho y que expresa otra manifestación de histeria colectiva, otro éxtasis violento.
El hecho de que el rictus y el graznido de los Indignados repugne a nuestras almas no debería inducirnos al error. Dejar de indignarnos tan sólo para no parecernos a los Indignados sería tan sólo una nueva variante del no pensar y del congratularse, al igual que las muletillas que se repiten en esas fauces bramantes: ‘Esto ya no da para más… ¡Ya no se puede vivir así!’
Porque si de algo estoy seguro es de que las razones para la indignación abundan. En todo caso, estamos mucho menos indignados de lo que deberíamos. Este mundo fabrica injusticias escandalosas a diario. Lo jodido es que además fabrica distracciones, lanza cortinas de humo y nos provee de válvulas de escape que alivian la presión. Esa gente que aparece en la televisión frunciendo la jeta y elevando el tono mientras repite lugares comunes no expresa indignación verdadera, y mucho menos indignación sincera. Lo que hace es abandonarse a un mini brote psicótico socialmente aceptado, al igual que los fragores en el estadio de fútbol, la violencia en los comentarios de los foros de internet y ciertas manifestaciones callejeras. Al mejor estilo de El gatopardo de Lampedusa (y de Visconti, por cierto), se trata de una efusión que no sirve para cambiar nada –pero sirve, eso sí, para masajear la conciencia y el ego del Indignado y dejarlo satisfecho mientras dure el efecto del narcótico.
Como dijo Mónica López Ocón la otra noche, como sostiene Esteban Schmidt en su artículo de la revista, ‘la mejor indignación es la que se vuelve acción, como obra de arte o como programa político’. He ahí un problema esencial de nuestras sociedades: que la rebeldía real ya (casi) no existe, o tal vez que la rebeldía real no es televisada ni se expresa por las radios comerciales. En otros tiempos hubo ideologías, canales naturales de participación, agrupaciones políticas de base, movimientos culturales. Hoy lo que ocupa ese rol social es ‘la señora de los anteojos enormes de carey y tintura Koleston’ que vocifera desde el noticiero, como dice Mariana. Hoy la línea del esto ya no puede seguir así no la marca un Che Guevara ni un Gandhi sino Susana Giménez, que indignadísima decreta, cual Moisés bajando de la montaña: el que mata tiene que morir.
Parafraseando a Schmidt: convirtamos a nuestra digna indignación en una de las bellas artes.