Marcelo Figueras
Una de las preguntas que oí más frecuentemente durante mi estadía en Ecuador fue: "¿Por qué vino aquí, a la Feria del Libro de Guayaquil?" Como si el hecho de haber aceptado la invitación fuese en sí mismo sorprendente. Mi respuesta terminaba aceptándose con naturalidad poco después, cuando me preguntaban qué conocía de la literatura ecuatoriana, o de su cine. Nada, o casi nada. Esa es la respuesta. He ahí el porqué.
Vivimos en un subcontinente con una producción cultural tan rica como aislada puertas adentro, en el dique de cada nación. Nuestras editoriales tienden a publicarnos tan sólo en nuestos países natales, salvo error o excepción. Nuestras películas sólo circulan en casa, y en caso de fortuna excepcional, en Europa. Los españoles están más al tanto en materia de cine y literatura argentina que los colombianos, mexicanos o ecuatorianos. Por eso mismo -porque cada uno de nosotros se siente solo en su país, ignorando que la suma de soledades puede ser el origen de una comunidad-, y porque los Estados no desarrollan políticas culturales de intercambio, es que escritores y cineastas aprovechamos cada oportunidad que se nos presenta para saltar estas barreras artificiales. Cargamos nuestros libritos, nuestras peliculitas, y nos lanzamos a la aventura del trabajo hormiga. Lo que el mercado no hace y el Estado no dirige debemos hacerlo nosotros, conspirando con el público ávido de algún estímulo que se aparte del menú habitual, publicitado hasta el cansancio.
Estos breves días en Guayaquil fueron muy fructíferos para mí. No sólo por la posibilidad de conocer una ciudad tan bella como exótica. (Cruzando la calle desde mi hotel hay un parque lleno de iguanas, con las que los niños juegan como si fuesen perros. Los bichos se trepan a los árboles hasta colmar sus ramas, fruta extraña. El escritor argentino Andrés Neuman dijo atinadamente que se trataba de un Jurassic Park en miniatura.) Es que la alegría más grande provino de la gente. De los escritores que conocí: Eduardo Varas, Carmen Váscones, Miguel Antonio Chávez, Siomara España, José Núñez de Arco, Solange Rodrígez Pappe, Augusto Rodríguez, de quienes no habría sabido, o al menos no tan rápido, si no hubiese despegado el culo de casa.
Pero en especial agradezco a la gente con la que ya me había contactado antes, aunque nunca en persona, por medio de este medio: el blog El Boomeran(g). Hablo de Mayté y de Fátima y de Carlos, junto a quienes subí los 444 escalones que nos separaban de la cima del Santa Ana. Nos reímos mucho la primera noche, cuando por quejarnos de la música ambiente -en el restaurant estaban decididos a hacernos oír las obras completas de Camilo Sesto- nos castigaron justamente, encajándonos un disco de (ugh) Vilma Palma. Cantamos perlas de Les Luthiers, hablamos del presente trance político en Ecuador y volvimos a reír cuando Andrés Neuman y yo manifestamos asombro ante la clase de nombres que allí son frecuentes: Jamilton, Estupendapilsener (la Pilsener es una cerveza), Hagagoles -o algo así- y hasta Horse… Todos ellos me hicieron sentir en casa, como si nos hubiésemos conocido desde siempre. Dios sabe que estas cosas no ocurren a menudo.
Gracias también a Jaime, a Biviana, a Lola Márquez, a Marcela Holguín, a Pepe, a Patricio Montaleza, a Gilda Orellana y a Mariella, que me llevó a conocer el Parque Histórico, un sitio que verdaderamente vale la pena. Seguramente me olvido de alguien: por favor discúlpenme. Pero no me olvidaré de Emilia, que me concedió un honor de esos difíciles de empardar: bautizar a su enorme perro de peluche con mi nombre.
Ojalá pueda volver pronto.
Y después dicen que viajar -y también que Internet- no sirven para nada.