Marcelo Figueras
Hace pocos días, por culpa de La joya de la familia, me puse a pensar en esas películas pequeñitas, maltratadas por la crítica o ninguneadas por la taquilla, que sin embargo se quedan a vivir con uno el resto de la vida. Hablo de esas películas cuyo mérito artístico quizás no podamos defender –al nivel de una obra maestra, por lo menos-, pero que de todas maneras nos han encantado, llegándonos al corazón. El domingo a mediodía, sin ir más lejos, me reencontré con una de ellas gracias a la televisión. Se llama Ladyhawke, y la dirigió Richard Donner en 1985, con Michelle Pfeiffer, Matthew Broderick y Rutger Hauer (el inolvidable Roy Batty de Blade Runner) en los papeles protagónicos.
Ladyhawke es una historia de amor con ribetes fantásticos, situada en una Europa medieval con algunos visos deliberadamente anacrónicos. En el centro están Etienne de Navarre (Hauer) y la dama Isabeau (Pfeiffer, pocas veces más bella), una pareja que se ha visto separada por una maldición. El obispo de Aquila (John Wood), enamorado de Isabeau y convencido de que nunca podrá tenerla, hace un pacto con el Diablo y hechiza a la pareja condenándola a una permanente separación. Por obra del maleficio, al caer el sol Navarre se convierte en un lobo negro. Y a su vez Isabeau, que conserva la forma humana tan sólo de noche, se convierte en un halcón al salir el sol. De esta manera, los enamorados pueden permanecer juntos pero sin consumar nunca su unión. Cuando Navarre es lobo, Isabeau es humana. Cuando Navarre es humano, Isabeau es un ave. Quien los ayudará a quebrar el sortilegio es el más improbable de los héroes: Philippe Gaston, conocido como ‘el Ratón’ (Broderick), un pícaro y ratero que escapa por los pelos de las mazmorras del Obispo y, conmovido por el dolor de la pareja, decide arriesgar su propio pellejo para ayudarlos a reencontrarse.
Me gusta la inventiva de la anécdota, la química entre Hauer y Pfeiffer, la comedia que Broderick aporta. Me gustan el romance, los castillos, las espadas. Me gusta que el Obispo sea el villano. (Después de todo se trata de un prelado que trata de impedir la consumación de un amor que él mismo no puede permitirse, como tantos lo han hecho durante siglos.) Ni siquiera me molesta la música bien propia de los 80, compuesta por Andrew Powell, un frecuente colaborador de Alan Parsons; en algún sentido abrió el camino a relatos que explotaron la brecha, como A Knight’s Tale, que también era simpática, medieval y tenía canciones de Queen y de David Bowie en su banda sonora.
Buena parte del mérito del filme debería ser atribuida al director Donner, que nunca fue manco. Tiene películas que me gustan mucho, como The Goonies, alguna de las de la serie de Lethal Weapon, la tristísima Radio Flyer y la reciente 16 Blocks, con la cual demostró que a los 76 años goza de buena salud. (Cuando era pequeño, lo admito, también me encantó Superman, que protagonizó por entonces Christopher Reeve y en efecto le producía al niño que uno era la sensación de volar.) Pero en fin, como suele ocurrir, cada filme es una resultante de múltiples variables además del talento del director, y en este caso es imposible soslayar que la historia original de Edward Khmara es maravillosa (¿quién puede permanecer impasible ante un amor tan bello y tan imposible?) y que los actores han brillado en sus roles como pocas veces.