
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
A los cultores de ambas disciplinas artísticas nos vendría bien discutir de verdad sobre esta crisis que nos afecta a todos, relegando tanto a la literatura como al cine a una estantería marginal de la tienda, donde ya ni deslumbran y peor aún: ni siquiera molestan, después de haber ocupado durante tanto tiempo el escaparate principal. En este contexto, el enfrentamiento de aquella noche en la Villa Ocampo se parece menos a “la primera gran polémica” de la que hablaba Silvina Friera que a una oportunidad perdida.
En estas últimas décadas, cine y literatura han resignado parte de la relevancia que tenían en la vida de la gente, y por extensión en la cultura. Y cada vez que se roza la cuestión se le echa la culpa a las dificultades económicas, a la decadencia de los medios culturales, a la intromisión de las nuevas tecnologías y los cambios en las costumbres sociales, entre tantas otras excusas, pero nunca se habla de lo que deberíamos hablar. Porque ninguno de nosotros puede hacer nada para sanear la economía, ni para frenar el avance de la tecnología ni para preservar las viejas costumbres. Lo que sí podríamos hacer sería crear medios culturales que no operen como club de amigos ni le vendan a la gente que ese bodrio invisible o ilegible es, tal como suelen pretender, una obra maestra. Lo que sí deberíamos hacer es dejar de sugerir que la gente se ha vuelto idiota y plantearnos qué es lo que nosotros –escritores, cineastas- estamos haciendo mal. Preguntarnos por qué no estamos escribiendo ni filmando las historias que tanta gente no lee ni ve hoy, no porque no quiera, ni porque no esté en condiciones de apreciarlas, sino más bien porque no existen.
No es la economía, eso está claro. Ni tampoco el mercado. Ni mucho menos es culpa del público.
Los que estamos en falta, los que no alcanzamos la altura de los tiempos, somos nosotros.
Por eso no tiene sentido buscar respuestas simplistas. (Ni historias lineales ni historias deconstruidas, ya que cualquiera de las opciones puede ser resuelta desde la modernidad más inclaudicable: ¡la cuestión pasa por otro lado!) Ni sentirse reconfortado porque al otro gremio le va un poco peor que a uno, o ha perdido el favor de los Arbitros de la Moda. (Esto me hace acordar a District 9 de Neill Blomkamp, donde los sudafricanos negros parecen contentos de que haya aparecido alguien –alienígenas, en este caso- que se ubique en un sector de la escala social todavía menos agraciado que el suyo.) Y tampoco se trata de crear pensando en el público como oposición a la creación solipsista que abunda, como sugería ‘Un internauta aburrido’ en su comentario; aunque sí se trataría de crear un poco menos desde el ego, como recomendaba Mayté, de tal modo de que la antena del artista perciba algo más de lo que lo rodea, en lugar de seguir pataleando para que se le conceda a sus berridos la categoría de arte.
El imperativo es buscar una solución a esta crisis que ante todo es creativa, y asumir además que, si buscamos en sociedad con los artistas de enfrente, la salida debería aparecer más rápido y sernos útil a todos, escritores y cineastas por igual, moradores de ese campo “infinitamente común” del que hablaba Llinás.
La primera gran polémica –de la Villa Ocampo, pero ante todo del siglo- sigue pendiente.