
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
La imagen del artista solitario, apartado del rebaño, que no necesita que nadie entienda su obra porque le basta con entenderla él mismo, es un invento del siglo XVIII –idea que coincide, ¿casualmente?, con la formalización del capitalismo como sistema y el desarrollo de las modalidades de propiedad privada que todavía están en boga.
Hasta entonces ningún artista concebía el deseo de crear algo tan sólo para sí mismo, o bien su coterie. Nadie en su sano juicio esculpe un bloque de piedra para esconderlo en su habitación, del mismo modo en que los profetas no recibían revelaciones para guardarlas como secreto. La verdadera obra de arte no es tan sólo una prueba de excelencia individual, sino también una expresión de las potencialidades de la especie en su conjunto. En este sentido, no hay mejor lógica para definirla que aquella aparentemente contradictoria de la física cuántica: una obra de arte sólo puede ser excelsa cuando se la puede valorar en simultáneo como producción individual y social a la vez.
El artista es un mediador privilegiado –¡y vaya si se lo privilegia en nuestras sociedades!-, pero mediador al fin. Por eso mismo, la medida definitiva del valor de la obra de arte pasa por el impacto duradero que produzca en su generación, y por supuesto en las venideras. Y conste que no me refiero aquí a un impacto masivo, popular en el sentido en que hoy se suele usar el término: hablo más bien del impacto en las mentes y espíritus adecuados, que a su vez reformularán ese influjo en sus propias obras de arte, ensayos o hechos políticos como parte de su evolución personal, claro, pero también de la evolución del arte mismo.
Lo que me pregunto en este contexto es lo siguiente: ¿cómo juzgar las obras de tantos artistas que trabajan para decorar su propia habitación, sólo que al precio ya no de un bloque de granito, sino de un millón de dólares, o quinientos mil, o cien mil, o lo que sea –siempre mucho- que cueste la realización de una película? ¿Y qué diferencia hay, en esencia, entre esos films ‘de arte’ y los horrendos ceniceros que moldeábamos de pequeños y nuestros padres se veían obligados a exhibir en casa para probar cuán orgullosos estaban de nuestro ‘talento’?
Yo creo que esa gente le hace el juego a un sistema que valora lo raro (en el sentido de escaso) por encima de lo bello o significativo. Y creo asimismo que esa gente propicia una noción autocrática del arte, en tanto sostienen que nada existe, o por lo menos que nada vale, más allá de la conciencia iluminada del Artista.
Esta es una de las razones que explican porqué la literatura y el cine que pretenden escribirse a sí mismos con mayúsculas se han enajenado, y voluntariamente en buena medida, de sus destinatarios naturales: porque algunas de sus voces más notorias, o cuanto menos más estentóreas, sostienen con sus acciones (ya que no con palabras lisas y llanas, dado que sería políticamente incorrecto) una visión aristocrática del arte. Ocultando, así, la sencilla verdad de que la mayoría de los artistas somos unos pánfilos que no sabemos muy bien cómo ni por qué hacemos lo que hacemos. Razón que explica nuestro desmedido agradecimiento cuando producimos algo que, independientemente de nuestros móviles y nuestro dudoso talento individual, opera como fermento en la vida de la gente.
(Continuará.)