Marcelo Figueras
Este film arranca de la más profunda oscuridad, como si quisiese hacerse cargo del parto que implica separar las tinieblas de la luz. Daniel Plainview horada el corazón de la tierra desde lo hondo de un pozo; parece como si el director Paul Thomas Anderson quisiese anunciarnos que estamos a punto de ver una historia visceral, o mejor: mineral, hecha a partir de los elementos que cada uno de nosotros lleva inscrito en la química de su cuerpo.
La impresión persiste, subrayada por el relato que escapa de las palabras y por el score de Johnny Greenwood, guitarrista de Radiohead, que se aparta radicalmente de los lugares comunes de las bandas sonoras para trabajar con ruidos que también parecen arrancados de la naturaleza. Mientras perfora un pozo de petróleo Plainview pierde un socio en un accidente y gana un hijo adoptivo, como si la tierra misma lo instruyese en las cuestiones de equilibrio que son condición de la vida: nada se obtiene sin perder algo a cambio, un toma y daca permanente que sólo se interrumpe -quizás, en tanto la descomposición prevé nuevos intercambios- con la muerte.
Pretender compararla con Citizen Kane, como se ha dicho tanto, es un tanto injusto. Es verdad que tratan ambas del ascenso y caída de un magnate americano, de los medios en el caso de Kane, petrolero en el de Plainview. Pero en muchos aspectos Blood es casi el anti-Citizen Kane: donde la película de Orson Welles era fría y artificiosa (aunque casi siempre genial), redundando en una mirada poco profunda sobre su protagonista, la de Paul Thomas Anderson es tan brutal y directa -y tan afecta a las profundidades- como su personaje central. Lo cual hoy, en el contexto de un cine ligero que por lo general ha perdido la capacidad de crear personajes de hondura, no deja de ser una osadía digna del genio oscuro de Welles.
Si algo enlaza Kane con Blood es la ambición de sus autores. Kane es la obra de un joven todavía maravillado por los poderes casi mágicos del cine. There Will Be Blood es la obra de un joven al que los trucos de feria ya no lo impresionan, y que se lanza en busca de una magia más alquímica. Paul Thomas Anderson se ha liberado de las mañas del narrador primerizo: no hay en Blood planos secuencia como el que abría Boogie Nights, ni estructuras narrativas intrincadas como la de Magnolia. En más de un sentido, Anderson parece haber adoptado como propia la ética de su protagonista: como Daniel Plainview, persigue su objetivo a la manera de un perro de presa, con una convicción que parece más fuerte que la vida misma. (A veces imagino que no hay otra manera de hacer cine. Las escenas de Plainview embaucando terratenientes despierta ecos del director que embauca productores, prometiéndoles glorias a cambio de su firma en el papel de un contrato.)
En esta búsqueda de oro (oro negro en el film, veta creativa en su director), Anderson tiene un socio inmejorable. Daniel Day Lewis es un actor que pulveriza todos los cánones. Su intensidad es casi intolerable de ver. (Me pregunto qué hará de aquí en más. Alguna vez huyó del teatro en plena representación de Hamlet, hoy Shakespeare lo reclama a gritos: están hechos el uno para el otro.) Tiene tan poco miedo a embarrarse y hacer el ridículo durante su tarea como el mismo Plainview. La secuencia en la que acepta ser bautizado para convencer a un terrateniente de venderle sus terrenos es antológica, y se vuelve desgarradora en el instante en que Plainview admite en público haber abandonado a su hijo. Es un extraño momento de vulnerabilidad en un hombre acorazado, que dice detestar a la especie y buscar fortuna tan sólo para tener cómo levantar suficientes muros entre su persona y el resto de los hombres.
Escribiendo me doy cuenta de que seguiría hablando horas sobre There Will Be Blood. Hay tanto que decir, sugiere tanto… Me gustaría hablar de América: la maldición del petróleo y de la religión (la escena en que el petrolero explica al predicador Eli Sunday cómo se ha apoderado de sus riquezas sin que lo advirtiese está llena de resonancias), la tierra que se devora a sus hijos -Plainview es rechazado por uno y sacrifica a otro-, el final estremecedor con la frase profética que no me atrevo a repetir. Me gustaría hablar de cómo Anderson adaptó Oil! de Upton Sinclair sin que le queden marcas ni rémoras literarias. (Blood es cine puro, petróleo sin refinar. No creo que gane el Oscar aunque se lo merezca, es de esas películas que hace sentir a los votantes que son limitados e indignos.) Pero quedará para más adelante. Estoy seguro de que deberé ver la película al menos otra vez, para terminar de aceptarla en sus propios términos. En todo caso, este medio es el más adecuado del mundo para expresar perplejidad. La inmediatez de internet es muy útil para comunicar nuestras sensaciones aun indefinidas, un reflejo de nuestras almas en tránsito permanente.