Marcelo Figueras
Este es otro caso de film que sufre en comparación con el libro que lo inspira. La novela original de Cormac McCarthy es magnífica, una obra de esas que recurre en nuestras pesadillas. La anécdota no tiene nada de especial. Un hombre llamado Llewelyn Moss encuentra por azar un maletín lleno de dinero. Huye con el tesoro, perseguido por un asesino profesional de nombre Anton Chigurh. Y detrás de la siembra de cadáveres -siempre detrás, culposamente detrás- va el sheriff Bell, un policía veterano que admite no haber visto tanta sangre junta en la totalidad de su carrera.
La riqueza intelectual está en el tenue hilo que une a los tres hombres, lo que Cinthia Ozick llamaría ‘el túnel cavado entre una mente y la otra’. A pesar de que casi nunca se cruzan, los hermana la sensación de estar en las inmediaciones de algo parecido a una revelación. En Moss (interpretado en la película por Josh Brolin) es el deseo de romper con la monotonía cotidiana, aun al precio de arriesgar la vida. En Chigurh (Javier Bardem) es el coagularse de algo similar a una filosofía: Chigurh se asume no como un criminal sino como un colaborador del destino, en la medida en que da cumplimiento a la suerte que sus víctimas han elegido para sí al actuar tal como actuaron. Y en Bell (Tommy Lee Jones) es un temblor del alma, que lo impulsa a renunciar al intento de comprender lo insondable del espíritu humano. Los tres son muy distintos y al mismo tiempo comparten esa sensación de ser piezas de un juego que los excede, y que jamás comprenderán del todo.
No Country for Old Men es uno de los mejores films de los hermanos Coen en mucho tiempo. Por lo general sale airosa de la representación de ese universo al borde del Apocalipsis que es tan propio de McCarthy. (En su última obra, The Road, el Apocalipsis ya ha tenido lugar.) Pero como por lo general los Coen suelen preservar una distancia irónica respecto de todos sus personajes, al tiempo que se permiten jugar con las convenciones del relato, su entrega a la sensibilidad salvaje de McCarthy puede prestarse a confusiones. Por ejemplo: el momento en que respetan literalmente una elipsis del texto -McCarthy escamotea un enfrentamiento central, porque la novela quiere privarnos de toda catarsis liberadora-, el recurso no suena esencial al relato, como en el libro, sino a un nuevo capricho de los Coen.
Lo que profundiza aun más su alejamiento del nudo del texto es la marcación actoral que los Coen hicieron a Javier Bardem. En el film, Chigurg es un psicópata que inspira miedo a simple vista, dotado además de un corte de pelo más propio de los Osmond Brothers que de un profesional del crimen: otra chiquilinada de los Coen, deseosos como siempre de llamar la atención del profesor de la clase a fuerza de ocurrencias que imaginan brillantes. Este Chigurh es el típico asesino maléfico de tantas películas. El Chigurh del relato, en cambio, es un hombre de apariencia tan común que nadie logra recordar sus rasgos. El terror que inspira en Bell deriva precisamente de esta ‘normalidad’, porque sugiere que el trabajo de Chigurh es algo que cualquiera de nosotos podría hacer dada la circunstancia -como nos enseña tanta historia reciente, de Auschwitz a esta parte.