Marcelo Figueras
Yo entiendo que a veces la devoción por los hijos se extralimita. En mi novela La batalla del calentamiento, la señora Pachelbel dice odiar a los más pequeños. ‘La mujer toleraba a duras penas el infortunio de vivir en un mundo del que los niños se habían apoderado. ¿O acaso no existe hoy en día la alta costura para niños? ¿No les consagran industrias enteras: juguetes, por supuesto, pero también música, vestimentas, electrónica, bebidas y alimentos? Todo es producido por ellos y para ellos: por ejemplo los libros y las películas, que en esta época no resisten análisis a no ser que se los reciba con una infantil carencia de juicio. ¿Y no está el mundo gobernado por líderes con la crueldad y la sinrazón de una infancia perpetua?’
Coincido con la señora Pachelbel en el hecho de que los padres suelen irse de mambo. ‘¿Acaso no aplauden sus deposiciones cual si fuesen triunfos del espíritu? ¿No consagran cada tropiezo en el lenguaje como si se tratase de una muestra de personalidad? ¿Y no persiguen como zelotes a cualquiera que insinúe que sus niños no son perfectos?’ Pero al mismo tiempo sé que el rechazo de la señora Pachelbel tiene mucho que ver con el fracaso personal, al mejor estilo de la zorra y las uvas de la fábula: detesta aquello que no puede tener, porque no ha sabido conservarlo.
Seguramente estamos sobrecompensando. Por todo el desamor con que se trató a los niños a lo largo de la Historia, por el desamor que todavía reciben aquellos que hoy pasan hambre o nos piden monedas en los semáforos o en el metro. Porque ahora entendemos -no por lucidez personal, sino por el peso de la experiencia acumulada por la especie- que lo deseable es criarlos en el amor y el cuidado constante, para que puedan contar con el máximo de las capacidades de su cuerpo y de su mente y no pierdan oportunidad alguna de ser la mejor versión de sí mismos -algo que desgraciadamente no les resultará tan fácil a aquellos que son víctimas de la violencia de la pobreza. Por eso buscamos darles infancias ideales, aun a riesgo de procrear una generación de estrellas.
Lo que se le escapó a Touré en el texto de The Daily Beast es precisamente la razón por la cual les damos tratamiento de alfombra roja. ¿Qué es lo que nosotros, como público, les agradecemos a las estrellas? Que nos provean de exquisitos momentos de iluminación, de experiencias de felicidad plena, de recuerdos imborrables. Eso es, ni más ni menos, lo que nos regalan nuestros bebés. Cada mañana le agradezco a mi pequeño Bruno su despertar hiperkinético, coronado por inmensa sonrisa, con que comunica su alegría por haber abierto otra vez los ojos en un mundo tan lleno de gente que lo ama. En esos instantes -al igual que me ocurre con las grandes actuaciones, con los escritores geniales, con las mejores canciones- Bruno ilumina mi vida.
Pero más.