Marcelo Figueras
He pasado estos días tratando de entender qué cosas de verdadero valor aprendí en la vida. De mi padre, tal como ya dije, aprendí la alegría del hacer. De mi madre aprendí el disfrute del arte: la literatura, el cine, la música. (Art wins in the end!) De mi abuelo aprendí a llorar y a reír al mismo tiempo. (Cuando algo me emociona profundamente me ocurren las dos cosas en simultáneo.) De mi abuela, de mi madrina y de mis tías gordas aprendí el amor incondicional. Algo que no tuve más remedio que practicar cuando vinieron al mundo mis hermanos: sin que ellos lo supiesen, me enseñaron que los más pequeños necesitan afecto y cuidados constantes –parte de nuestra función es preservar a los más débiles, hasta que ellos mismos estén en condiciones de cuidar a otros.
A mis maestras les debo algunas cosas que quizás parezcan menores –los números, el descubrimiento de Cortázar, aquel viejo libro de mitos griegos- y una fundamental: el entusiasmo que produce transmitir, cuando le pasamos a otro la antorcha de algo bello. De mis amigos y amigas aprendí el goce de compartir, y también la fidelidad. De los narradores aprendí casi todo lo otro de que puedo dar cuenta. Pero aprendí además cosas negativas, por cierto. De algún modo aprendí a ser egoísta. Algunas circunstancias y ciertas personas deben haber servido a mi aprendizaje de la violencia, de la intolerancia; de cualquier modo me parece justo no endilgarle a nadie que no sea yo mismo el copyright de mis defectos. También aprendí a ser inseguro y a lastimar. (El hecho de que exista gente que agrede porque sí, tan sólo porque necesita exteriorizar su propia inseguridad, me resulta devastador; tal vez por lo que supone como espejo.) Aprendí a sentir envidia, a ser ansioso, a ahogarme en un vaso de agua. Por eso el proceso funciona en sentido doble: tan importante como aprender es saber desaprender.
Me gustaría desaprender mi individualismo. Me gustaría desaprender mi dificultad para reírme de mí mismo y mi tendencia a tomármelo todo a la tremenda. Me gustaría desaprender mi impaciencia y mi miedo a la muerte.
A pesar de que la historia de la humanidad sugiere lo contrario, o cuanto menos el beneficio de la duda, yo creo que además de los conocimientos obvios y funcionales podemos aprender cosas de otro valor, quizás más profundo. Diría más: creo que necesitamos aprender otras cosas, a riesgo de seguir pasando por este escenario de la misma manera agitada y agresiva que viene constituyendo la norma. El problema es que esta área está más bien carente de maestros: no existen cátedras que nos enseñen a vivir mejor. En todo caso, la ventaja de esta circunstancia (alguien debe haberme enseñado a ser optimista, eso está claro) es que nos obliga a ser creativos. Todo lo fundamental que debemos aprender está allí en alguna parte, existe ya. Encarnado por ciertas personas, encerrado dentro de ciertos libros, implícito en las leyes que gobiernan nuestro universo físico y químico. Quiero creer que podré leer esta entrelínea del texto de la vida, porque aspiro a comunicársela a mis hijas de alguna manera; me gustaría que fuesen más sabias que yo, lo cual equivale a decir más felices.
Lo bueno de la condición humana es que nos permite aprender algo nuevo cada día. El domingo, gracias al artículo de Vargas Llosa en El País, descubrí que existe una poeta llamada Blanca Varela y me dije: cualquiera que sea capaz de escribir un verso como ese que dice donde todo termina abre las alas, seguramente tiene algo que enseñarme.
Aprendemos. Duramente, y con lentitud que abochornaría a un caracol, pero aprendemos.