Marcelo Figueras
Ya sé que la totalidad de nuestra cultura reposa sobre la asunción de que es posible, pero aun así me lo pregunto: ¿podemos aprender algo en realidad?
Nuestra especie es capaz de comprender y de hacer propios una serie de comportamientos que garantizan su supervivencia, y también desarrolló códigos que le permitieron vincularse con la realidad de distintas maneras: reinventándola, como lo hace el lenguaje, e interpretándola, como hacen las matemáticas, la física, la química –y hasta, por qué no, la filosofía. Así munidos, no sólo prosperamos en el mundo, sino que también formulamos hipótesis sobre lo que el mundo es en realidad, y lo que podría ser. Esta capacidad de desdoblarnos –no sólo hacemos, sino que sabemos que hacemos, y además sabemos lo que podríamos hacer- parece propia de nuestra especie, y en su excepcionalidad sugiere un universo de posibilidades: estamos más cerca de creer que nuestra capacidad de aprender es infinita, que de la noción contraria. Y sin embargo…
El viaje desde la niebla original hasta la claridad de los conceptos no ha sido una proeza menor. Pero en los últimos años no logro desprenderme de la sensación de que nos hemos estancado. La especie dio un salto exponencial, después de lo cual parece haberse quedado en el sitio exacto en que cayó, centímetros más o menos. Hemos avanzado mucho en todas aquellas áreas que resultan fáciles de medir –en las ciencias exactas, en las comunicaciones, en las formulaciones de lo social: una simple operación matemática indicaría que hoy existen muchos más países formalmente democráticos que, por ejemplo, hace un siglo atrás-, pero en todos aquellos aspectos de la vida que escapan del dominio de las cuantificaciones, nuestro desarrollo se parece bastante a cero. No es inusual que, empujados a la cavilación por circunstancias límites, nos resulte más fácil relacionarnos con hombres, autores o personajes de lo que consideramos la Antigüedad –de Sófocles a Shakespeare, por decirlo de algún modo-, que con referentes contemporáneos. Quiero decir: me resulta más natural encontrar comentarios a los planteos que me hago a diario en los textos de gente que murió hace siglos, que en las páginas (¡y en los hechos!) de mis coetáneos. A veces creo que aquella noción del ocio creador, o filosófico, se ha vuelto tan letra muerta como el latín, desplazada por un imperativo diabólico: el de la utilidad posible. ¿Para qué perder tiempo cuestionándome, o contemplando, cuando podría estar dedicando ese mismo tiempo a aumentar mis riquezas, a comprar compulsivamente, a alimentar mi sensación de poder personal?
Más allá de los números y de las letras, más allá del rosario de convenciones sociales, más allá del saber concreto que nos garantiza el sueldo mensual: ¿qué hemos aprendido de las personas que nos han formado, qué aprendimos de las experiencias que nos tocaron en suerte? Yo aprendí de mi padre la alegría del hacer; esto es, la importancia de hacer algo que nos proporcione alegría. Por supuesto, esta exaltación no puede sino ser diferente en cada persona. Para mi padre pasaba por su trabajo como dentista, por su desempeño como vicedirector de un hospital: ese desafío cotidiano lo encendía, transformándolo. En mi caso pasa por esto que hago, escribir, imaginar, o sea poner coto a la compulsión de obtener la utilidad posible para pensar que quizás haya otra forma de ser, de estar en este mundo. Por supuesto que mi padre me enseñó otras cosas, y además hizo posible que los profesionales del gremio –maestros, profesores- me inculcasen otras tantas. Pero una vez barrida la hojarasca de los conocimientos formales, creo que sería importante que me respondiese qué otras cosas me enseñaron. Porque si lo tuviese claro sabría a ciencia cierta por qué soy como soy, y me asomaría además a algo que me urge entender: por qué todavía no he llegado a ser aquel que podría ser, de haber recibido las lecciones que no me dieron, de haber atendido a las lecciones que no supe oír.
Más sobre este asunto mañana.