Basilio Baltasar
En el semisótano de la Casa de América.
La conversación fluye, alegremente inconsecuente. Se nos aparecen las caras de los escritores ausentes -impávidas-, el verbo florido de los diletantes -inquietos-, el genio burlón de los maliciosos -expectantes-, el ímpetu erótico de algunas cantantes -tacaño-, las mejores e inolvidables anécdotas del ingenio popular -admirables.
Son menciones que surgen por azar. Las hay que se extinguen por si solas. Otras sin embargo, nos hacen dudar. ¿No habrá detrás de esta charla de restaurante una intención, después de todo?
¡Ah, si entre los hombres fuera tan sencillo! Comentar los hechos, o los libros, como si no nos importaran. ¡Cuánta prudencia!
El que delibera sin ánimo de convencer merece agradecimiento. ¡Quién se resiste a charlar con estos hombres! A escucharlos, sobre todo.
Como la predisposición de Monsivais es la misma, a veces se incurre en un benefactor silencio. La pausa que la conciencia necesita para comprender la escena en la que se ha metido. Cuando las palabras no surgen abrasadas por la exaltada pasión de los arrebatados, ¡cuánta complacencia se respira!
Monsivais, al menos el Monsivais que ahora trato, se limita a mencionar, aludir, sugerir. No sólo una pedagogía de la conversación, sino una filosofía de la resignación. ¿Vale la pena hablar tanto? Si de vez en cuando nos hiciéramos esta pregunta, nos salvaríamos de un inútil despilfarro.
Monsivais no agota los asuntos que cita. Los deja discurrir, como si fueran parte de nosotros, comensales en tránsito hacia quién sabe dónde.