
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Pero las osadías no son nuevas para Fresán, que lleva ya casi veinte años revolviendo avisperos. La edición original de Historia argentina data de 1991, e irrumpió en la narrativa local como una explosión cuya onda expansiva dista de haberse extinguido. El aprendiz de brujo sigue siendo un gran cuento, full stop. Javier Moreno dijo hace no tanto que Historia argentina contenía in nuce todo aquello que desde entonces Fresán ha ido y seguirá desarrollando, del mismo modo en que The Beatles (es decir, el álbum blanco) contiene todo lo que la música pop y aledaños han venido desarrollando desde 1968. Pero quizás sea necesario ser todavía más preciso y decir que, de todos sus relatos, El aprendiz de brujo, con su relectura de Malvinas a mitad de camino entre Salinger y los Monty Python y su apelación el episodio de Fantasia en que Mickey desata fuerzas que no puede controlar, sigue siendo sin duda alguna el Big Bang (Moreno dixit, nuevamente) del Fresanuniverso.
(¿Será este el lugar más adecuado para sugerir que El fondo del cielo es la novela en que Fresán controla, por fin, las tormentas que desató aquel riff inicial? Seguramente no. Así que volveré sobre el asunto más adelante.)
Desde entonces Fresán no hizo otra cosa que irritar el establishment literario local al tiempo que generaba, en sus lectores, una adoración que sólo suelen despertar las estrellas de rock. (Salvando la distancia, claro, en materia de ganancias y de disponibilidad de groupies.)
Admito que a menudo sus viajes me dejaron girando como un trompo. Recuerdo llegar al final de, por ejemplo, Vidas de santos, y preguntarme de inmediato qué era eso -qué clase de criatura literaria acababa de rugir, o de balar, o de bramar (¡o todo a la vez!) ante mis ojos.
Pero ni siquiera cuando me quedé afuera (y Fresán plantea el juego literario sin grises: o entrás, o te lo perdés) dejé de creer que estaba en presencia de un autor en cuya huella debía perseverar. Porque Fresán poseía dos elementos que sólo tienen los grandes.
En primer lugar, una visión. En algún sitio definió lo suyo como irrealismo lógico, en contraposición a ya-saben-qué. Suena ocurrente, como tantas cosas que dice o escribe, pero de adoptar la etiqueta estaría enfrentándome nuevamente al riesgo del reduccionismo. Ni siquiera sirve decir que Fresán podría ser el hijo rocker de Kurt Vonnegut, en tanto heredero de la iconoclastia, el millaje acumulado como frequent flyer de todos los géneros, el sentido del humor y la voz "monologante y confesional" que no tarda en darnos la bienvenida a la fiesta de su locura. No: contentémonos con decir que Fresán es un original, lo cual en estos tiempos marketineados hasta la exasperación es casi lo máximo que se puede pretender de un escritor.
En segundo lugar, Fresán ha sido fiel a esa visión. Aun cuando esa fidelidad amenazaba con convertirlo en un paria, en alguien que escribía cosas que no se parecían a nada de lo que se estaba publicando, y peor todavía: a nada de lo que tenía éxito.
Alguien dirá: seguramente no pudo hacer otra cosa. Tal vez. Pero en un medio que está lleno de armiños que juegan a ser perros, Fresán es consciente de que nació quimera, y quimera morirá.
(Continuará.)