
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Esa es la razón por la cual los relatos de Goyen pueden ser tan endiablados, tan frustrantes. A diferencia de lo que suele considerarse el paradigma del cuento perfecto, las historias de Goyen nunca cierran artificialmente –no le proveen al lector la catarsis del argumento redondo, que se completa a sí mismo con un ‘clic’ casi mágico.
Jamás sabremos que fue del señor Stevens de El huésped. Ni de la incansable Rhody. Dentro de los confines que marca El enfermero, tampoco se nos dirá qué fue de Chris, ni del narrador mismo.
Para Goyen no es necesario, porque la búsqueda pasa por otro lado. Nada notorio cambiará en el mundo físico, no habrá acciones precipitadas ni resoluciones tranquilizadoras. El cambio verdadero –que más que cambio representa una suerte de certificación- ocurre en el interior de los personajes, en la medida en que acceden a la iluminación a que aspiran.
“Los narradores jóvenes, llenos de pasión, de lengua inquieta, van demasiado rápido y avanzan con vehemencia excesiva. Se saltean, a menudo, hermosas, pequeñas señales de cosas que siempre están allí, a su paso, y que el viajero anciano, en cambio, sabe mirar”, dice el enfermero del cuento homónimo. Lo que importa es dar con el signo adecuado, aquel que sintetiza lo que hace falta saber. Esther Cross traduce atinadamente the shape of my patient como la imagen de mi paciente, pero también podemos traducir shape como forma, y de ese modo leer: “La forma de mi paciente –presten atención a esa palabra- se convirtió en el objeto vivo con el que se relacionaba todo lo que sucedía”. Esa forma precisa –la del cuerpo roto de Chris, la del cuento igualmente roto, o imperfecto a ojos del lego- proporciona todas las piezas que nos hacen falta para decodificar no el argumento (¡que no lo hay!), sino el “despertar” del narrador.
Aun los relatos que se niegan a penetrar en la interioridad del protagonista –nunca sabemos exactamente qué ocurre en la cabeza del señor Stevens de El huésped-, nos entregan las claves de la búsqueda. Se trata de un hombre de mediana edad, viudo, que decide vivir en una casa de muñecas a pesar de las incomodidades que esto entraña: la falta de agua corriente, la ausencia de cama que lo relega a una bolsa de dormir. No nos cuesta nada imaginar que Stevens está buscando conectar con su propio despertar, la casa de muñecas es una flecha que remite a la infancia.
Pero aunque el relato se muestre reticente con este proceso (alguien sugiere que Stevens debe pagar el precio que pagan todos los pioneros sacrificados –el mismo Goyen, sin ir más lejos), sí es generoso con los despertares de las señoras Algood y Pace. Estas mujeres, que siendo vecinas no tenían contacto real, logran mediante la intercesión de Stevens –el pionero sacrificado- conectar con sus propios despertares, y algo más: encuentran en la casa de muñecas –es decir, en el cuento- “un lugar donde reunirse”.
Goyen parece insinuar en los hechos que, para aspirar a la gloria imperecedera, un relato debe ser siempre más que un relato. Sus cuentos, por lo pronto, apuntan a producir una doble iluminación: la del escritor y la del lector. El enfermero es transparente a ese respecto. Curran, el narrador, vive en una torre. (Como la proverbial, marfileña del escritor.) Su tarea diaria supone hacerse cargo de cuerpos desarticulados, a los que monta sobre un aparato al que llama “el telar”; resulta inevitable pensar que su objetivo es reconstituir, pues, un cuerpo-tejido que se había deshilachado. “Lo habíamos rescatado para recomponerlo”, reflexiona el narrador-enfermero. “Lo que estaba roto, destrozado, lo uníamos de nuevo en ese lugar de recomposición” que es en este caso el hospital pero puede igualmente ser la casa de muñecas de la señora Algood, el mástil del Ermitaño… o el cuento mismo.
“…esos lugares estaban dedicados, también, a la mente. Porque la mente, liberada, corría hacia delante o hacia atrás, trabajaba en su remiendo, en su regeneración”. El narrador-enfermero establece que la esencia de su tarea es el amor; que esa labor tiene algo de brujería, de hechicería; que mientras ocurre –mientras se concibe, mientras se escribe- se pierde “la noción del vínculo con el mundo” que nos rodea, al punto de descuidar otras responsabilidades; y que si el trabajo llega a buen puerto, no sólo regenerará al paciente-lector: también lo hará con el enfermero –o sea, con el escritor.
Cuando el cuento sale bien, sugiere Goyen, lo que ocurre es una “misteriosa acción doble”, la “maravillosa reciprocidad que se da cuando los humanos nos influimos”. “Así como hay narradores que dicen que nunca se meten en la historia que cuentan –sostiene Curran en el relato, para aventar cualquier duda sobre el asunto-, también dicen que hay enfermeros que nunca sufrieron el dolor de sus pacientes ni se curaron a través de la curación del paciente. …Existe el matrimonio del dolor con el dolor, de la curación con la curación”.
Para Goyen, la literatura es ese matrimonio entre el dolor del narrador y el dolor del lector; pero ante todo, el matrimonio entre la curación del uno y la curación del otro. La literatura concebida no sólo como ejercicio de una de las bellas artes, sino como “una conexión, tejida por hilos y venas y vasos, a través de los cuales los seres humanos pueden comunicarse y contarse todo”.
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(Continuará.)