
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Lo que asombra de los relatos de William Goyen -esos cuentos tan líricos, de sonoridad musical y frases esculpidas con el cincel del visionario- es que sugieren que la literatura es la última de sus preocupaciones.
Goyen fue un gran escritor, nadie lo duda. (Algunos llegan a definirlo como un ‘escritor de escritores’, el secreto mejor guardado de la literatura sureña de los Estados Unidos.) Pero ya en una primera lectura -y Goyen es de los que producen textos que más que insinuar, demandan segundas y terceras visiones- queda claro que sus relatos son algo más que un ejercicio artístico de brillante resolución formal.
Los párrafos que rondan el cierre de, por ejemplo, De buena madera y Memoria de mayo, ponen en acto una batalla de Goyen con el lenguaje que evoca aquella mítica de Jacob con el Angel. Es verdad que todo escritor forcejea con las palabras, la música y las estructuras de la lengua, tratando de canalizar ese poder salvaje durante un tiempo que, por definición, no puede ser sino breve. Pero el común de los narradores se conforma con un resultado funcional (que el relato se entienda, y en consecuencia facilite su digestión) o a lo sumo con un logro estético -que tenga una belleza que opere como su propia justificación.
Goyen, en cambio, forcejea ante nuestros ojos durante párrafos enteros, como uno que busca mucho más que ser entendido o producir belleza; al igual que Jacob, pretende arrancarle al Angel -al lenguaje, al relato- algo que ni la criatura alada ni la literatura se habían sabido en condiciones de conceder, hasta el momento en que se embarcaron en esa brega tan desigual.
Al tiempo que literaria, la búsqueda de Goyen es (¿por qué no decirlo?) mística.
Para empezar, la mayoría de los relatos de Goyen (y la totalidad de los que componen Angeles y hombres) lidian con la cuestión del pasado o del origen. Aun cuando los protagonistas parecen haberse distanciado de esa instancia histórica (en De buena madera, el protagonista ya es adulto y se encuentra en Roma, lejos de su cuna en la ficcional Charity, Texas; el de Memorias de mayo -¿el mismo hombre, acaso?- también, vagando en el presente del cuento por los jardines de la Villa Borghese), el relato ocurre, o más bien florece cuando un estímulo dispara la evocación: la carta que llega desde la patria, la visión de unas niñas que juegan y cantan al aire libre.
Pero la aparición del recuerdo no está vinculada a una vocación nostálgica. Por el contrario, el narrador se quita de encima la melancolía para concentrarse en aquello que le interesa de verdad, una busca que sólo se coronará con un triunfo en la medida en que logre actualizar, o sea re-vivir (¡de la más literal de las maneras!) el pasado.
El párrafo inicial de El enfermero explica la mecánica de los relatos de Goyen: hablar de algo implica hablar de sus comienzos, de manera inevitable. Pero no de los comienzos en el sentido cronológico, sino de un comienzo en particular: aquel que Esther Cross define tan bien al traducir el neologismo Beginningness como "ese despertar".
Se trata del instante en que, temprano en la vida, el narrador fue visitado por una intuición sobre aspectos esenciales de la existencia, o bien sobre aquello que le depararía el futuro. Una suerte de visión epifánica que por cierto no puede descifrar entonces, siendo apenas un niño, pero que atesorará (todo niño es limitado en sus conocimientos, más no en su sabiduría) dado que ha entendido lo necesario: que esa visión o intuición constituye un hecho único, singular; y en consecuencia llevará consigo la semilla de "ese despertar" a lo largo del tiempo y a través del espacio, a sabiendas de que vendrá el momento -que coincide, siempre, con el presente del relato- en que finalmente llegará a fruición y las barreras entre pasado, presente y futuro quedarán abolidas para siempre, produciendo en el protagonista esa plenitud de sentido, de unidad, de razón de ser a la que denominamos identidad.
(Continuará.)