Marcelo Figueras
Por segunda semana consecutiva me encuentro aplaudiendo un artículo de Mario Vargas Llosa. Ayer domingo me encantó Dickens en escena, el texto que publicó en el diario El País. Vargas Llosa comenta un libro que ha caído en sus manos (ah, qué envidia): Charles Dickens and His Performing Selves, subtitulado Dickens and The Public Readings (Oxford University Press, 2007), cuyo autor es Malcolm Andrews. Lo que Andrews hace es recrear el periodo final de la vida de Dickens, desde que en diciembre de 1853 se animó por primera vez a leer textos suyos en público hasta que lo hizo por última vez en 1870, tres meses antes de su muerte, disuadido de volver a intentarlo tan sólo por su mala salud y la prohibición de sus médicos.
Según Andrews dice, y Vargas Llosa, Dickens justificó ante su familia la realización de esas presentaciones debido a que le reportaban dinero en un momento en que le venía más que bien. (Andrews calcula que las presentaciones en público lo hicieron más rico de lo que lo habían hechos los libros en sí mismos.) Vargas Llosa añade que más allá de la excusa, había en Dickens una vocación histriónica "o por lo menos, de contador ambulante de cuentos. Lo cierto es que el teatro debe haber sido el primer amor de Dickens. En Great Expectations, Pip revive una excursión a una feria de esas que abundaban en espectáculos callejeros, debiendo bajar al fin su cabeza porque lo que había presenciado era "demasiado para mis jóvenes sentidos". Cuando era pequeño, y más aún: en los momentos más crueles de su infancia, construyó un teatro de juguete que incluía un escenario y personajes de cartón pegados a palillos o cables que facilitaban su movimiento. Ya de adulto, no pasaba una semana sin que viese alguna obra. Y el hecho de haber fracasado como autor teatral, con títulos como The Strange Gentleman y The Village Coquettes, se contaba sin duda entre las más grandes frustraciones de su vida.
Pero interpretar la energía que dedicó a las lecturas en público como su forma de paliar esa frustración sería empobrecedor. Es verdad que era histriónico, aunque no lo suficiente como para ganarse el pan como actor. (Cosa que también intentó.) Dickens no se limitaba a leer sus textos, sino que los recreaba con su voz y con sus movimientos, interpretando el timbre y las modalidades de cada personaje. Si se me permite el atrevimiento de la interpretación, creo que no intentaba tanto poner a prueba una modalidad degradada del teatro, como disfrutar de una conexión con sus lectores que no podía experimentar de ninguna otra manera. Es verdad que vendía miles y miles de ejemplares de sus libros a ambas orillas del Atlántico, y que gozaba en sus días de la popularidad de una estrella de cine o de rock. Pero una cosa son los números de las ventas y las palmadas por la calle, y otra muy distinta la experiencia de registrar qué le ocurre a la gente mientras lee… o mientras oye. No hace falta más que considerar la característica de sus ficciones para entender que Dickens debe haber ansiado la respuesta emocional del público. ¿Cuál es la gracia de conmover, horrorizar y divertir a la gente si uno no puede verla cuando eso le ocurre?
Si hubiese tenido éxito en el teatro habría estado allí cada función, para dejarse empapar por las risas y los sollozos. Si hubiese existido el cine, se habría sentado en la última fila para sentir qué le pasaba a la gente ante la proyección de sus historias. La reacción del público -del público de carne y hueso, que saltaba en sus asientos, se dejaba oír y no escatimaba sus reacciones más viscerales ante una escena- debió haber sido la mejor paga de su vida. Quizás sea Dickens el último de los grandes narradores que haya escrito con la idea de crear comunidad. Aunque todavía seamos muchos los que seguimos creyendo en las ficciones en las que "cada persona(je) se demuestra por encima de los accidentes de la vida, aun cuando no pueda dejar de encontrárselos a la vuelta de cada esquina".