
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Todos aquellos que disfrutan de los relatos (y con esto me refiero a usted, señora, y a usted señor; y a tí y también a vos que me mirás con desconfianza, porque no conozco a nadie que se resista al encanto de una buena historia sea cual fuere su formato: novela, artículo de periódico, serie de TV o chisme colgado de internet) deberían leer El arte de la distorsión, el nuevo libro de ensayos de Juan Gabriel Vásquez. Porque bajo su disfraz gentil de volumen para especialistas, el libro intenta responder un par de cuestiones que son importantes no sólo para el ghetto literario, sino para cada uno de nosotros -lo cual incluye, por cierto, a aquellos que no tocan un libro ni con un palo.
La primera es la siguiente: ¿para qué leemos? Y aquí me atrevo a ampliar el sentido de lo que Vásquez (autor, dicho sea de paso, de dos novelas magníficas: Los informantes e Historia secreta de Costaguana, y de una colección de cuentos, Los amantes de Todos los Santos) pretende decir. Yo entiendo que la expresión ‘leer relatos’ no debe restringirse ya a la tradición del libro, sino extenderse a todas las maneras en que registramos historias que no son la nuestra propia. Se suele decir, por ejemplo, que ‘vemos’ TV, y que ‘vemos’ cine, cuando lo preciso sería decir que leemos TV y leemos cine, puesto que uno ve aun lo que no quiere y enfrentarse a un relato audiovisual implica un gesto voluntario y un trabajo de decodificación de signos -equivalente al de la lectura convencional, del principio al fin.
Vásquez define al escritor como aquel que se dedica a "contar las tribulaciones de gente que nunca ha existido". Así puesta, se trata de efecto de una ocupación extraña, no muy distinta a la de aquel que conversa en voz alta con fantasmas, o a la del lunático que no distingue entre fantasía y realidad. Pero como el escritor no escribe para sí mismo sino para otros (pocos o muchos, pero otros), la definición torna imprescindible que expresemos su contraparte: esto es, la segunda parte de la ecuación, aquella que se aparta de la cifra aislada para definir un sistema que viene funcionando maravillosamente desde el fondo de los tiempos.
A saber: a todos nosotros, escribamos o no, nos interesan las tribulaciones ajenas. Las historias de otra gente nos atraen como la miel al oso. Lo han hecho desde el comienzo de los tiempos, y lo harán hasta el fin de ellos: ¿a alguien le cabe duda de que el Apocalipsis será transmitido en directo? El hecho de que las historias a las que somos adictos sean reales o imaginarias es una consideración secundaria, ya que incluso las historias que se nos venden como verídicas pueden no serlo; la mayor parte del tiempo las damos por verdaderas mediante un salto de fe, depositando nuestra confianza en el narrador de turno, se trate de un medio periodístico, de un documentalista o de un historiador. Lo que nos interesa, pues, son las tribulaciones de la gente en general, de aquella que nunca ha existido pero también de aquella que existe, aunque probablemente no del modo en que nos lo cuentan.
Por eso creo que la pregunta inicial que Vásquez plantea con su modestia y rigor de siempre, ese ¿para qué leemos?, debería resonar mucho más allá de las filas de los lectores convencionales de ficción, ese grupo que adquiere cada vez más, dice Juan Gabriel, "el cariz de una secta". Lo que subyace a la pregunta es la cuestión de los otros, la tendencia irrefrenable a salir de lo que Vásquez, siguiendo a Philip Roth, define como nuestras vidas "sofocantemente estrechas", para interesarnos del modo más profundo, en primer lugar mediante el intelecto, en aquellos que no son yo ni tú ni usted.
La segunda pregunta surgirá inevitable: dado que la tendencia a interesarnos en las tribulaciones ajenas es inseparable de la cultura humana y ha adquirido visos particulares en cada circunstancia histórica, ¿qué historias deberíamos narrar y leer hoy?
Pero me estoy adelantando.
(Continuará.)