Marcelo Figueras
Volvió Lost.
Debería convertir el punto y aparte previo en punto final. ¿Qué decir al respecto que no sea obvio, o redundante? Todo aquel que no viva dentro de un envase de Tupperware sabe ya -los medios se encargaron de la campaña de vacunación masiva- que esta semana arrancó la cuarta temporada de la serie en Latinoamérica, emitida por el canal AXN. La transmisión de las primeras temporadas por canales abiertos logró convertir en adictos hasta a los escépticos. Tan sólo en Buenos Aires somos cientos de miles los que vivimos dentro del Lost-universo, angustiándonos semana tras semana por la coexistencia de microuniversos virtuales, definidos por las temporadas que estamos viendo en tiempo presente. Aquellos que consumen a destajo las viejas temporadas miran como a vates u oráculos a aquellos que estamos casi al día, con los mismos ojos desencajados con que nosotros recelamos de aquellos que ya han visto parte de la cuarta temporada en los Estados Unidos, o se han bajado esos capítulos iniciales de internet.
El deseo de ver más, de saberlo todo, es en efecto un sufrimiento, pero se trata de un sufrimiento dulce. Mientras se emitía este capítulo inicial de la cuarta temporada y las preguntas empezaban a desbordar mi cabeza (¿por qué habla Hurley de ‘los Seis del vuelo de Oceanic?; ¿es que salieron tan sólo seis?; y si tres de esos seis son Hurley, Jack y Kate, ¿quiénes son los otros tres?; ¿quiénes se quedaron en la isla?; ¿quiénes murieron -porque alguien debe haber muerto, sin duda alguna?), no podía dejar de sentir asombro ante mi propia disposición al viaje. Los mismos medios que me venden el fenómeno Lost a toda hora -vendiéndolo como venden todo, tan sólo porque lo consideran llamativo, ubicuo, taquillero: la mercancía del momento- son los que tratan de convencerme semana a semana de que somos un público estructurado, saturado de casi todo, dispuesto tan sólo a reaccionar ante estímulos prefijados por estudios exhaustivos, en la medida en que sólo deseamos más de lo mismo, una papilla predigerida, concebida para tranquilizarnos: placebo electrónico. Y sin embargo, semana tras semana, Lost nos enfrenta a un discurrir que se parece mucho -¿demasiado tal vez, para temor de muchos?- a la vida misma.
Cada interrogante entraña un camino hacia su resolución que termina abriendo nuevos enigmas -como la vida misma. Es verdad que buscamos una respuesta última, definitiva, que lo contenga todo, pero el tiempo nos sugiere que tal respuesta no llegará nunca -como ocurre en la vida misma. Y aunque la intuición de que el saber totalizador, esa Consciencia Absoluta de la que hablaba ayer a cuento de Saul Bellow, no formará parte de esta existencia nuestra (o de esta temporada, cuanto menos), no dejamos de ansiar, de desear, de buscar -como ocurre en la vida misma.
Lo que amo de Lost es que -a diferencia de lo que ocurre con la inmensa mayoría de las películas, de las series, de las novelas de hoy, que nos imaginan estúpidos y nos pretenden anestesiados- nos reconcilia con la idea de que es inexorable vivir en la incertidumbre, en la inquietud permanente. Porque la vida es aquello que nos ocurre mientras estábamos haciendo otros planes, como escribió John Lennon poco antes de morir. ¿O debería decir: antes de escapar de la isla?