Lluís Bassets
Las noches electorales contemplan una curiosa y previsible migración, que se explica por la atracción de los insectos por la luz. La victoria es luminosa, y por eso se acumulan los recién llegados que se abren paso a codazos para acercarse al aura del vencedor. La derrota es oscura y solitaria, y a muy pocos atrae: un puñado de fotógrafos y periodistas que levantan acta del hundimiento y otro puñado de dirigentes que se sienten solidarios y también responsables junto a su monarca destronado; nadie más acude a prestar su calor.
Las estampas de la noche electoral son lecciones excelentes sobre la vida política. Sirven para orientarse en el futuro y comprender el pasado. De la victoria rotunda sólo hay un consejo que cabe deducir para el ganador: cala pronto a los aduladores y guárdate muy bien de ellos, porque llevan en sus puños cerrados la semilla de las futuras derrotas. Piensa que besan la mano que no pueden morder. Bonaparte, que algo sabía de todo esto, consideraba que los mejores aduladores son también quienes mejor calumnian. Ahora ya es tarde, pero mejor les habrían ido las cosas a los derrotados de caer a tiempo en ello.
Uno les ve tan entusiasmados en la plaza, desbordantes de emoción y de vítores, entre el tintineo de copas de la celebración; o en la otra punta de la ciudad, tan circunspectos y serios, noqueados por la derrota. Todos ellos, vencedores y derrotados, envueltos cada uno en sus correspondientes siglas, banderas e ideologías, y también enfrentados juntos a sus respectivos destinos políticos. Y entonces, sin embargo, es el momento en que tanta cohesión en los éxitos y en los fracasos induce a la sospecha y conduce a evocar aquella excelente clasificación de autoría imprecisa (¿Winston Churchill?, ¿Giulio Andreotti?, ¿Pío Cabanillas?) pero de gradación bien clara, sobre la intensidad de la enemistad en política: adversarios, enemigos y compañeros de partido.
Lo peor que le puede suceder a quien le corresponde la máxima responsabilidad es que no sea él quien gobierne sino los compañeros de partido. También es malo tener el enemigo en casa, como sucede con frecuencia en los gobiernos de coalición. Y siempre deberá rezar, en cualquiera de los casos, para tener la fortuna de que le rodeen unos buenos y leales adversarios, que competirán por el poder cuando corresponda pero atenderán a su autoridad cuando quien preside sabe ganársela y ejercerla.
Para hacerse con una buena compañía hay que merecerla. Y la primera regla de oro es ser uno mismo y asumir uno solo la responsabilidad que a uno solo le corresponde. Pero la segunda y quizás tan importante es rodearse de verdad de los mejores, que siempre será gente mejor preparada que uno mismo, y por tanto temibles adversarios si acaso se presenta la oportunidad. La tercera regla dorada, por supuesto, es saber utilizar el estímulo de estos adversarios potenciales para conseguir ser siempre mejor que todos ellos, manteniendo así la autoridad y el poder fuera de su alcance.