Lluís Bassets
Es muy discutible que Estados Unidos sea una nación en decadencia, en pleno crepúsculo. No hay que pararse a los datos más manidos, como su ventaja universitaria, intelectual, tecnológica y cultural, sus empresas de punta y sus multinacionales, su capital humano y sus recursos naturales. Basta con apelar al ejemplo de estos días. Unas elecciones como las que ha vivido este país en los dos últimos años, contando la pre campaña de lanzamiento de las candidaturas, después las primarias de los dos grandes partidos y terminando por la elección presidencial, constituye una demostración de cultura política, vitalidad organizativa y dinamismo social y a la vez un colosal catálogo de las formas de democracia, desde los modelos todavía asamblearios que vienen de un mundo rural, como es el caso de los caucuses, hasta las votaciones electrónicas en distintas modalidades aplicadas en algunos estados. Sus medios de comunicación, prensa incluida, son todavía los más competitivos y de mayor calidad del planeta, y sus periodistas, los más combativos e inquisidores con los pecados del poder.
De manera que no nos sirven, me parece, las teorías acerca de la decadencia irremisible de los norteamericanos, y el acontecimiento que vamos a vivir mañana lo demuestra. Otra cosa distinta es que Estados Unidos se halle, efectivamente, en un momento de profunda depresión a diestro y siniestro, porque sus dirigentes propusieron unos objetivos y plantearon unos métodos drásticos y comprometedores para alcanzarlos, de manera que no se alcanzaron los objetivos pero los métodos sí consiguieron herir a quienes los aplicaban. Y que esto tenga unas repercusiones desastrosas en la falta de liderazgo y de conducción de la comunidad internacional.
Una superpotencia única como es la americana, decidida a aplicar las reglas del derecho internacional y a jugar con las únicas ventajas de su enorme tamaño económico y su grandioso prestigio histórico para construir un orden planetario justo, no tan sólo no tendría por qué caer en decadencia en un mundo en condiciones como las actuales, sino que contaría con más y mejores cartas para mantener su hegemonía mundial. Bush padre quiso hacerlo y Joseph Nye lo ha teorizado con su célebre distinción entre el poder duro de los ejércitos y el poder blando de la diplomacia y de los negocios.
Robert Kagan, uno de los ensayistas más destacados entre los neocons y autor de la distinción entre la Europa que es de Venus y los Estados Unidos que son de Marte, publicó el pasado jueves en el Washington Post un artículo notable en el que explica que parte de la sociedad americana teme que Obama sea el candidato adecuado para gestionar la liga de descenso de división internacional. Kagan denuncia las teorías declinistas, que remontan a Cyrus Vance y su teoría de los ‘límites del poder’, siguen con Paul Kennedy y su ‘sobrecarga imperial’, Samuel Huntinnton y la ‘soledad de la superopotencia’, y culminan ahora con el mundo ‘posamericano’ de Fareed Zakaria, el planeta ‘apolar’ de Richard Haas y la ‘caída de América Inc’ de Fukuyama. Admite que personalmente "Obama debe reconocerse que ha hecho poco para corresponder a las solicitaciones de los declinistas".
Pero ya está dicho. "El riesgo del actual declinismo no es que sea verdad sino que el próximo presidente actúe como si lo fuera". Kagan asegura que los declinistas dibujan un pasado ideal, que nunca se correspondió con la realidad, en que el mundo entero bailaba a tenor de la música de Estados Unidos. De ahí es fácil deducir la conclusión. Kagan la esconde, entre otras razones porque está vinculado a la campaña de McCain y porque prefiere evitar la directa implicación partidista en su actividad como periodista. Su candidato no juega al declinismo, antes al contrario, reivindica los instrumentos de dominación y la moral del dominador; mientras que no puede dejar de insinuar que Obama hace exactamente lo contrario.
Pero lo que Kagan no dice es que el mito de la América ideal que se impone como superpotencia única no lo han inventado los intelectuales de izquierdas, sino precisamente sus amigos neocons, que lo han aplicado a conciencia estos últimos ocho años durante la presidencia de Bush con perversos efectos sobre el prestigio y la capacidad de maniobra de Washington en el mundo. Si hay ahora quienes sostienen ideas tachadas de declinistas es por que alguien hubo en los últimos tiempos que creyó fervientemente en la entrada de Estados Unidos en una época dorada de dominación unilateral.
Los ocho años de Bush han constituido en este sentido una severa cura de humildad, que algunos de los propios halcones han comenzado a aceptar. Y lo que cabe suponer precisamente es que un presidente McCain constituiría una nueva contribución al descenso de división, por la mera insistencia en los mismos errores que lastraron la última presidencia, mientras que un presidente Obama constituiría, muy al contrario de lo que se insinúa, la única oportunidad de que Estados Unidos recupere terreno y protagonismo mundiales, sobre todo mediante la utilización de nuevo del poder blando.