Lluís Bassets
Grecia es el eslabón débil de la construcción europea. Las dos grandes crisis europeas de los últimos cinco años, que han hecho temblar la entera estructura en la que se sostiene la arquitectura de la Unión, han entrado por el país heleno. Primero fue la crisis del euro, cuya existencia llegó a peligrar por el endeudamiento insostenible de Grecia, y obligó a los tres sucesivos rescates de la economía griega, además de conducir a profundas reformas del sistema monetario y bancario europeo para evitar una repetición. Ahora es la crisis de los refugiados provenientes de Siria, Irak y Afganistán ?un millón y medio en lo que va de año, de los que la mitad al menos han llegado por Grecia?la que está situando al borde del estallido el Acuerdo de Schengen que garantizaba la libre circulación de ciudadanos dentro del espacio europeo.
Angela Merkel estableció una ecuación cuando empezó la crisis de la deuda griega ?si cae el euro, cae Europa?, que bien podría valer ahora para la crisis de los refugiados: si cae Schengen, también caerá Europa. A la vista de lo sucedido durante todo 2015 y de las previsiones para 2016, no está claro que la UE sea capaz de aguantar la llegada de dos millones de refugiados o incluso más, casi todos por un mismo camino que pasa por Grecia, un país sometido al desbordamiento de sus sistemas de control fronterizo y de su capacidad de acogida justo en mitad de la crisis política producida por los recortes sociales a los que obligaba el tercer rescate.
Ahora Schengen cuelga de un hilo. El Tratado prevé suspensiones temporales y excepcionales que pueden llegar hasta los seis meses, como la que ha aplicado Francia con motivo de la Conferencia del Clima y otros países como Austria, Dinamarca o Suecia por la llegada de los refugiados. Algunos responsables de Interior quisieran contar con la posibilidad de suspender el acuerdo durante dos años, con la idea de dejar fuera a Grecia mientras dure la crisis de los refugiados. Como sucedió con el euro, el país más periférico de la UE se enfrenta a la idea de una marginación que podría empezar como temporal pero fácilmente podría convertirse en definitiva.
Bruselas se reconcilia con Turquía y prepara una guardia de fronteras para salvar la libre circulación
También como en la crisis del euro, es Alemania quien carga con la factura más abultada. Es el país que ha recibido el grueso de los refugiados y el que lleva la batuta en la salvación de Grecia, con una cadena de iniciativas de difícil aceptación dentro de la UE: primera, asegurar un reparto racional de los refugiados que ya han llegado a territorio europeo entre los otros socios; segunda, obtener un acuerdo con Turquía para que frene la llegada de nuevos refugiados y acepte la devolución de los que sean rechazados; y tercera, convertir las actuales fronteras porosas y descontroladas de la UE en Grecia, los Balcanes y el Mediterráneo en unos límites exteriores bien custodiados.
Cada una de las tres tareas encuentra sus propios obstáculos, aparentemente de improbable salvación. Respecto a las cuotas de asilados, la resistencia de los países socios es enorme, por una cuestión de principio como es la soberanía; también por la carga económica y política; e incluso por la presión de una inconfesada islamofobia que les conduce a aceptar solo refugiados cristianos. De momento, hay un acuerdo de reparto de 120.000 en dos años, sobre los dos millones que se esperan; pero solo se han asignado 200.
También la colaboración de Turquía requiere contrapartidas que no todos los socios de la UE aceptan de buen grado. Para que Ankara asuma el papel que los europeos le quieren asignar hay que reabrir las negociaciones de adhesión a la UE paralizadas por Francia y Alemania desde que empezaron hace diez años; aprobar una exención de visados para los ciudadanos turcos que viajen a la UE; y disponer 3.000 millones de euros del presupuesto europeo en ayuda a Turquía para atender a los refugiados en su territorio.
La mayor dificultad radica en la tercera pata, la más estratégica, como es la creación de una Guardia de Costas y Fronteras europea que vigile los límites exteriores de la Unión, tramite las solicitudes de asilo, rechace a quienes no las cumplan y garantice los controles de seguridad para evitar la entrada de delincuentes y terroristas. Las resistencias nacionales a tal iniciativa serán todavía mayores, no tan solo por el incremento de costes y el aumento de personal de la actual Frontex, la modesta agencia que se encarga de apoyar a los Estados en su gestión nacional de la frontera exterior, sino de nuevo por la cesión de soberanía real que significaría dejar en manos de Bruselas la posibilidad de intervención en las fronteras, incluso sin el acuerdo del Estado miembro afectado.
Si el euro ha conducido a la pérdida de la soberanía bancaria y presupuestaria, la Guardia de Fronteras conduce a una cesión de soberanía que afecta a la seguridad e incluso a las relaciones con terceros países. Una Europa con una frontera exterior custodiada en común sería un salto hacia la unión política que los euroescépticos temen y rechazan.
En Grecia se han juntado la crisis de endeudamiento con la de los refugiados, pero en el conjunto de Europa la amalgama es todavía mayor. Los atentados de París del 13-N han conducido a la injusta identificación entre terrorismo y refugiados, que ha sido atizada por las extremas derechas de varios países con beneficios electorales para sus posiciones populistas y antieuropeas. La crisis también afecta a las relaciones con Turquía y Rusia, países que están sacando ventajas de las debilidades de la UE.
Las mayores dudas respecto al futuro de Schengen surgen de la lentitud exasperante de la reacción europea frente a la velocidad de una crisis que afecta a la seguridad interior, a las fronteras exteriores e incluso a los valores democráticos y liberales de nuestras sociedades. Si se supera, será verdad que es en el peligro extremo donde los europeos encontramos la salvación.