Lluís Bassets
Sarkozy iba a ser el presidente que administrara el siguiente y doloroso peldaño. Francia no es el único país que se halla instalado en un hundimiento tan lento como indiscutible. Miremos Italia, donde la decadencia tendría visos de comedia entre erótica y bufa sino fuera por sus proporciones inmensas de corrupción, fraude y delincuencia mafiosa. No hace falta tampoco que levantemos los ojos de casa, donde ahora nos vemos demacrados en el espejo de nuestra escasa pericia en la creación de riqueza sólida y fiable. Cruzando el canal nos consuelan escasamente los baldíos esfuerzos por adecentar las ruinas pavorosas de aquel imperio marítimo que dirigió el mundo hasta hace apenas un siglo.
Casi todos descendemos: unos con dignidad, otros perdiendo la compostura, los de más allá sin sentido alguno del ridículo, y nuestra vecina República perdiendo su alma. Y precisamente su alma republicana, la que le ha dado las mayores horas de gloria y ha levantado la mayor admiración en el mundo, además de constituir, incluso hasta ahora mismo, el mejor modelo de cohesión e integración social de los allí nacidos y de los recién llegados, la nación cívica por excelencia nacida con la Revolución.
Había que trabajar más, y resulta que no hay trabajo; recuperar la capacidad de compra, y los trabajadores no hacen más que perderla; estrechar los lazos con Estados Unidos, pero no hay buena química con Obama; dirigir Europa, y resulta que es Alemania, definitivamente despegada del marcaje francés, quien lo hace; liberalizar la economía, pero sin ceder ni un ápice del poder incluso presidencial Estado patrón colbertiano; reformar el capitalismo pero favorecer a los capitalistas amigos.
En todo se ha mostrado Sarkozy incoherente y contradictorio, y sólo en una cosa no le ha vacilado el pulso: a la hora de sacar la porra autoritaria del gendarme. Tampoco ha fallado su verbo airado de demagogo populista, dispuesto a estigmatizar a gitanos e inmigrantes y a crear un clima de creciente suspicacia hacia los musulmanes franceses. Ha dado así la vuelta a la imagen de Francia, admirada antaño y ayer mismo denostada desde la Comisión de Bruselas.
Y lo peor es que el desfile infame lo preside un hijo de inmigrantes y un hombre que se instaló en la estela republicana del gaullismo, tradición política perfectamente discutible pero de las más honorables y admirables que ha dado Francia y el siglo XX europeo. Sarkozy se presentó como el presidente que haría todas las reformas necesarias para realizar este difícil paso pero sin perder nada de lo sustancial que define la República de la igualdad, la fraternidad y la libertad.
No es extraño que esté en caída libre en popularidad porque no ha hecho ni una cosa ni la otra: ni las reformas urgentes que precisaban una economía y una sociedad instaladas en el arcaísmo y en los derechos adquiridos; ni ha conservado el alma republicana y sus valores ilustrados que han hecho grande a Francia, vilmente entregados al populismo atroz que cabalga por toda Europa y que en Francia lleva tres decenios incubando en el extendido lepenismo. Ni ha mantenido el poder y la influencia de Francia, apercibida ahora desde la Comnisión y el Parlamento europeos, ni ha preservado su alma republicana.