Lluís Bassets
Hay muchas formas de relativismo. Y con frecuencia hay quien hace mezclas interesadas. Hay un relativismo histórico, por ejemplo, que frivoliza con el lugar y el calibre de los acontecimientos, y tira de los conceptos hasta límites insoportables. Hay que entenderlo por sus efectos retóricos y no por el valor real y efectivo de sus juicios. Son esas gentes capaces de describirnos holocaustos, totalitarismos y genocidios con una frecuencia tan frívola como para terminar devaluando los auténticos holocaustos, totalitarismos y genocidios que se han producido en la historia. Tan relativistas, o banalizadores, que es lo mismo, son quienes utilizan estos conceptos como munición metafórica de uso generoso, como quienes se apoderan de ellos como exclusiva, de uso privativo para su propio provecho e interés: siempre son totalitarios los otros y ellos mismos exclusivas víctimas de genocidios y holocaustos.
Hay una segunda forma de relativismo, que es el que concierne a los valores morales. Aunque son construcciones históricas y culturales de orígenes muy diversos y en fases muy distintas de desarrollo, no hay lugar a duda de que el actual planeta globalizado cuenta ya con una base común, perfectamente fundamentada en el humanismo filosófico y religioso, que comparten todas las grandes creencias. No hay lugar para el relativismo moral ante la pena de muerte, los castigos corporales y las mutilaciones, la tortura, el secuestro y la detención indefinida, la discriminación de raza, sexo o religión y toda la ristra de atentados a los derechos humanos condenados por las declaraciones y convenciones internacionales. Hay, curiosamente, proclamados anti relativistas que han defendido la suspensión de estos derechos en determinadas circunstancias: Bush y sus neocons, por ejemplo; como hay defensores de estos derechos que comprenden sus suspensión cuando quien lo hace es una dictadura ?amiga?: la China si son de derechas y la cubana si son de izquierdas.
Un tercer capítulo de relativismos lo componen los filosóficos, utilizados por quienes consideran que la verdad ontológica es inaprensible y que incluso nuestro conocimiento científico sólo adquiere solidez provisional cuando se atiene a unas reglas de conocimiento y a unos ciertos métodos empíricos de refutación y comprobación. Este, y no otro, es el relativismo contra el que quieren actuar los adalides de dogmas religiosos: se apoderan por una parte de la verdad filosófica, que quieren someter a la verdad teológica surgida de sus fuentes sagradas, sea la Biblia, los Evangelios, o el Corán; y extienden un velo de duda moral sobre la verdad provisional y práctica de la ciencia y de la tecnología, a las que sitúan incluso en la frontera de las utopías inhumanas.
Esta es una tarea de clérigos, habituados a secuestrar y administrar la verdad al servicio de su poder y de sus intereses. Con el anti relativismo teológico arrastran un anti relativismo moral que con frecuencia no practican: basta ver hasta dónde ha llegado el relativismo de la jerarquía católica respecto a la pederastia, capaz de erigir su juicio secreto y privado en verdad por encima de las leyes civiles. La operación posterior es arrastrar luego el anti relativismo histórico, en una amalgama que suele hacer furor entre ciertos laicos agnósticos e incluso ateos atraídos por el conservadurismo católico: ahí están los teocons, Oriana Fallacci o Marcelo Pera, partidarios de un europeísmo cristiano exclusivista e islamófobo, que sirve tanto a los objetivos de la extrema derecha israelí como al neointegrismo vaticanista.
Detrás de la solida cabeza universitaria de Ratzinger, reivindicada estos días en España por algunos con motivo de su viaje a Santiago y Barcelona, yo no veo modernidad alguna ni capacidad de respuesta a los retos de la globalización y de la diversidad cultural y religiosa de Europa. Al contrario, un pensamiento dogmático y arcaico, naturalmente tan pétreo como las catedrales en lo que se refiere a las creencias, la fe; pero relativista en su apreciación de la historia y relativista también en la moral práctica. Por eso sus deslices semánticos no son tales, sino que expresan las debilidades y fortalezas de la Iglesia jerárquica y dogmática. Podemos observar, además, que las debilidades de esas apreciaciones históricas injustas le sirven para acentuar la fortaleza de su capacidad intimidatoria sobre el poder político en España y sacar réditos concretos en forma de pequeñas cesiones y concesiones de quienes gobiernan.