Lluís Bassets
Los conflictos sobre la libertad de expresión pueden enfrentarse de dos formas elementales. La de los regímenes autoritarios, que consiste en partir de la idea de que todo está prohibido a excepción de lo que está explícitamente autorizado. Y las de los partidarios de la libertad, que parten de que todo está autorizado aunque en circunstancias muy concretas y muy bien fundamentadas pueda llegar a producirse de forma muy excepcional alguna restricción ocasional. Simplificando, hay quienes eligen siempre la censura cuando se trata de escoger entre permitir la publicación de algo o restringirla; y quienes eligen siempre la libertad cuando se les plantea el dilema. Estados Unidos de América, con su magnífica Primera Enmienda, versus Europa y el resto del planeta, si se me permite hacer todavía más plástica la simplificación.
Desde las estructuras funcionariales de los Estados europeos se suele cultivar con mayor pasión la cultura de la censura que la de la libertad. También les sucede a gobiernos y parlamentos, a los irlandeses sin ir muy lejos, que han convertido la blasfemia en delito. A los británicos, con su jurisprudencia antilibelo, que puede permitir a delincuentes protegerse o indemnizarse a costa de los periódicos que hacen su trabajo. A los italianos, detrás de su último Duce, con su monopolio televisivo y su acoso a los escasos medios escritos que no controla. Les sucede también a veces a gente aparentemente liberal, como los que consideraron una pasada la publicación de las caricaturas de Mahoma o andan siempre con su vara de medir desde sus distintas correcciones políticas para exigir una prudencia y una contención que son autocensura e inhibición automática ante los peligros de la libertad. Y en general a quienes desconfían de todo lo que sean medios, y sobre todo Internet, y consideran que debe someterse a una regulación superior.
Estar en contra de la censura, la restricción, el control y la regulación es una cuestión, ante todo, de filosofía política. Pero también lo es de actitud profesional: es difícil de concebir que periodistas, escritores y artistas estén a favor de que sus producciones sean sometidos a cualquier tipo de control o de sanción de una autoridad superior. Para mi gusto también es cuestión de ciudadanos libres, que desean tener acceso también libre a las informaciones relevantes. Y de confianza en el debate y la confrontación democráticas. Por eso es alarmante y extraña la reciente sentencia del juez de Madrid, Ricardo Rodríguez Fernández, que condena a un año y nueve meses de prisión, inhabilitación para ejercer el periodismo, multa de 18.000 euros e indemnización de 130.000 a los periodistas de la Cadena Ser, Daniel Anido y Rodolfo Irago, por un supuesto delito de revelación de secretos, consistente en haber dado a conocer a través de Internet una lista de los 78 militantes del PP de Villaviciosa de Odón irregularmente inscritos en este partido.
La inversión de valores y la tergiversación de la justicia no puede ser más escandalosa en este caso, en el que la información era veraz, se hizo correctamente, era relevante y en cambio se ha buscado los más intrincados recovecos jurídicos para proteger el secreto de las listas de militantes de los partidos y poder así condenar a quienes habían hecho decentemente su trabajo y cumplido con su obligación profesional y ciudadana. No difiere mucho del juez la actitud de la fiscalía general del Estado, que para congraciarse con los periodistas ha pedido que se rebaje la condena a cinco meses de prisión; es decir, que considera probada la existencia de un delito, en vez de pedir la libre absolución de cualquier cargo. ¿Delito revelar la lista de los afiliados a un partido? Debiera ser una obligación de todos los partidos poner a disposición del público la lista de todos sus miembros y cargos. ¿Qué tendrá de malo pertenecer a un partido que pueda formar parte de los datos privados a los que no puede tener acceso el periodista? Lo que hubiera sido una falta profesional imperdonable hubiera sido no publicar la información teniéndola, o esconder la prueba definitiva de su veracidad, que era la lista, pudiendo ponerla a disposición de los lectores.
La sentencia es de una extrema gravedad para la libertad de información. De prosperar esta extraña teoría que convierte la afiliación a un partido en un dato tan reservado como padecer una enfermedad nos encontraríamos con una nueva barrera que protegería unos datos perfectamente relevantes e interesantes para el conjunto de los ciudadanos. Y más, como era el caso, cuando la afiliación en cuestión fue irregular y estaba vinculada a un escándalo político como fue el llamado ?tamayazo?. Pero, además, si avanzara la distinción que propone el juez, que excluye a Internet de la plena protección constitucional que tienen los otros medios, nos encontraríamos con la aparición de una aberrante jurisprudencia que nos devolvería directamente a los tiempos de la censura. El derecho a expresarse se convertiría meramente en un eximente en el caso de que entrara en colisión con otro derecho que hasta ahora no era prevalerte, como es el de la intimidad o la propia imagen.
La lucha contra el secreto, el derecho a la denigración e incluso a la blasfemia, el acceso a las informaciones relevantes para el público, la libertad de prensa o el simple derecho a disentir y discrepar forman parte del mejor legado cultural y jurídico de la Europa de las luces. Pero a la vista de determinadas sentencias y actitudes, se diría que empieza a ser preocupante la insistencia de algunos en ir apagándolas una detrás de otra. ¿Quieren dejarnos a oscuras?
(Enlace con la información publicada en El País).