Lluís Bassets
La izquierda española ha entregado el poder a la derecha, esta es la síntesis de lo ocurrido, en la que se concentran los dos pasos efectuados para alcanzar este resultado. Con el primer paso, la nueva izquierda radical de Podemos se negó a cerrar el camino de Rajoy a su segundo mandato, dando la presidencia del Gobierno al candidato del Partido Socialista, para lo que le bastaba con abstenerse en la votación de investidura a la que se presentó Pedro Sánchez con el apoyo de los votos de Ciudadanos. Con el segundo paso, la izquierda socialdemócrata se ha mostrado incapaz de construir una coalición con el conjunto de fuerzas que se oponían a Mariano Rajoy y no ha tenido más remedio que abstenerse en la investidura del candidato conservador para evitar unas nuevas elecciones a las que se hubiera presentado dividida, sin candidato y con altas posibilidades de convertirse en la tercera fuerza y por tanto de dejar la oposición en manos de Podemos.
Que una y otra izquierda se tiraran los platos a la cabeza era parte del guión previsto por los hábiles consejeros de Rajoy. El PP contaba con la ambición de Iglesias por convertirse en el jefe de la oposición y sustituir al PSOE como principal partido de la oposición y mayor organización de la izquierda. Pero el PP también contaba con la dificultad que significaba para el PSOE aceptar los votos de los nacionalistas enrocados en un derecho a decidir que divide al socialismo. El éxito de esta estrategia inmovilista popular ha sido clamoroso: sin entregar nada, ni la cabeza de su presidente, ni nada sustancial de su programa de Gobierno, ni por supuesto ninguna silla en el Consejo de Ministros, Rajoy obtendrá la investidura gratis total.
Cierto que ha contado con ayudas inestimables en las dos izquierdas, la moderada y la radical. En la moderada ha tenido la ayuda de Susana Díaz, que ha utilizado esos diez meses de interinidad y de búsqueda de mayorías de investidura para atar a Pedro Sánchez en una especie de potro de tortura, limitado en sus movimientos por todos los lados gracias a la resolución del comité federal de 28 de diciembre y a un marcaje constante de sus movimientos: había que votar en contra de la investidura de Rajoy, pero no podía pactar con los nacionalistas ni siquiera una abstención. También Pedro Sánchez le ha ayudado, con su escasa mano izquierda para gobernar su partido, para buscar una alternativa de gobierno a Rajoy o alternativamente para obtener réditos en la negociación de la abstención. Entre la ambición del susanismo y la inhábil tozudez del sanchismo, el PSOE se ha visto obligado a entregarle el Gobierno a Rajoy sin contrapartidas.
También la izquierda radical ha ayudado a Rajoy, y especialmente Pablo Iglesias. Primero, con sus pretensiones desmesuradas, que alcanzaban prácticamente al control de los aparatos del Estado en un gobierno de coalición de izquierdas. Después, con su política del miedo. Y finalmente, con su confianza en un sorpasso que no se produjo en la segunda convocatoria del 21-J y que aspiraban a obtener en la tercera que ya no tendrá lugar. El éxito de Rajoy es más destacado en la medida en que Podemos ha demostrado sus límites electorales y sus dificultades para mantener la cohesión, entre tendencias, entre territorios e incluso entre dirigentes. La radicalización actual, con la investidura de Rajoy, y la tendencia a trasladar la oposición a la calle no son buenos augurios para el regreso de la izquierda al Gobierno en algún momento próximo, tras haberlo tenido a su alcance, casi en las punta de los dedos, durante esta larga crisis de interinidad.
Lo más curioso es que la fosa abierta entre el PSOE y Podemos es lo que más se parece a la división clásica entre socialdemócratas y comunistas en los combates políticos y también parlamentarios del siglo XX. De una parte, una izquierda moderada que quiere reformas, gobernabilidad y pactos con las fuerzas centristas; y de la otra, una izquierda radical que quiere rupturas, inestabilidad y frentes ideológicos, populares si se quiere, el equivalente de los enfrentamientos clase contra clase.
Los socialdemócratas se han convertido ahora, a ojos de Podemos, en socialtraidores que apuntalan un sistema corrupto y caduco, el régimen del 78 de un turnismo borbónico que hay que derribar. Los podemitas a su vez, a ojos del PSOE, son unos neocomunistas que quieren sustituir a la socialdemocracia como oposición a la derecha, alcanzando así 40 años después el objetivo que el Partido Comunista de Santiago Carrillo no pudo conseguir por el éxito del PSOE de Felipe González. Más que renovación y final de un ciclo político, parece la resurrección de antiguas querellas y el regreso de viejas políticas y lenguajes.
La experiencia demuestra que cuanto más dividida está la izquierda más fácil lo tiene la derecha para seguir gobernando. De forma que unos y otros ya saben qué les espera si en la próxima legislatura se instalan en las divisiones que les han ido separando cada vez más durante los diez meses de inestabilidad gubernamental.