Lluís Bassets
El escaparate del nuevo reparto de poder es la escena internacional, con sus momentos estelares significativos, en los que vemos desfilar a los rumbosos nuevos agentes mundiales y captamos los gestos de preocupación de quienes tenían hasta ahora el monopolio de las decisiones que nos afectaban a todos. Ahí están las reuniones del G20, las cumbres sobre cambio climático, las grandes negociaciones internacionales de paz y de desarme, o las citas del Hollywood de la política internacional que es Nueva York en septiembre. Pero detrás del escaparate, en los rincones más oscuros, también se reparten de nuevo las cartas. Los cambios geopolíticos y los desplazamientos de poder se están se producen en los grandes espacios al igual que en los patios domésticos.
Los sindicatos de clase han sido un agente muy poderoso e influyente en la Europa del siglo XX y, sobre todo, en la configuración del Estado de bienestar que constituye una de las características de las sociedades europeas. Ha sido históricamente decisivo su papel en la formación y consolidación de los partidos socialdemócratas –ahora en caída libre–, asociados a su paso por los gobiernos y a la huella profundísima que han dejado en las políticas sociales y de solidaridad. Ahora mismo han revelado una vez más un resto de fuerza política en Reino Unido: han sido los votos sindicales los que han decantado la elección de Ed Miliband como líder del Labour en vez de su hermano David, más centrista.
Pero no nos engañemos. Esas organizaciones europeas de encuadramiento obrero y defensa de los intereses de los asalariados pertenecen a otra época. La clase obrera se ha ido diluyendo en el mundo globalizado, erosionada hasta su desaparición por la deslocalización industrial que ha trasladado los puestos de trabajo desde las cuencas europeas hasta las aglomeraciones chinas, y por la automatización de la producción, que ha convertido enteras ramas de empleo intensivo en silenciosas plantas conducidas por ingenieros. En la intemperie de la globalización han aparecido dos nuevas clases sociales sin apenas defensa sindical: los parados fabricados por las crisis tecnológicas, las deslocalizaciones y las recesiones como la que terminamos de atravesar ahora; y los inmigrantes que huyen en masa de la miseria y el hambre de los países vecinos.
La huelga general, noble y utilísima herramienta de la lucha de clases clásica, constituye hoy un enigma de difícil comprensión para las nuevas generaciones educadas en el teletrabajo, la multiculturalidad y el individualismo: tiene poco o nada que ver con la realidad de la estructura productiva actual. Como instrumento de acción política es también de dudosa eficacia, sobre todo cuando se esgrime ante gobiernos que ya han cedido la parte sustancial de la soberanía nacional en políticas monetarias y económicas. Queda sólo su valor simbólico o emblemático, como envite de los sindicatos ante el nuevo reparto de poder que se produce en el mundo, esta vez puertas adentro.
Los sindicatos históricos de la gloriosa y desaparecida clase obrera quieren estar en el nuevo mapa que estamos trazando entre unos y otros. Este mundo nuevo que está surgiendo también necesitará gente y organizaciones que pugnen por los derechos de los trabajadores, por la solidaridad y por la justicia, no hay duda. La duda sobreviene cuando nos planteamos si servirán aquellas nobles y antiguas herramientas o si serán incapaces de adaptarse y defender a las nuevas clases desposeídas con la misma eficacia e intensidad que lo hicieron con la clase obrera clásica. Algo de esto está en juego en la huelga general, otra vieja herramienta, convocada en España este 29 de septiembre. En ella los sindicatos dilucidan su poder y su destino.