Lluís Bassets
La cuestión de fondo es saber si Europa debe aceptar que es un continente de inmigración, después de haber sido de emigración durante casi dos siglos. No se trata de tomar decisión alguna: por más que se esfuercen quienes rechazan la idea de la sociedad coloreada y multicultural o quienes por el contrario consideran el mestizaje como el ideal de sociedad humana, unos y otros apenas podrán influir en algo que ya es una realidad sin retroceso posible. La diversidad europea ya no es la de las viejas naciones y sus correspondientes lenguas y culturas nacionales sino que es una creciente diversidad interna de cada una de ellas, que las acerca a todas y las aproxima al modelo de sociedad norteamericana: un doble turmix, que funciona entre los europeos y luego en el interior de cada uno de los países. Ante esta nueva realidad hay que escoger qué actitud se toma: aceptarla como fruto de una evolución ya irreversible y sacar el máximo partido de la nueva dinmámica social; o exacerbar las tensiones que comporta necesariamente un cambio de esta envergadura hasta dividir los países y el continente e incluso declarar una especie de ?guerra fría? social y cultural entre cristianismo e islam .
Hay muchos argumentos de peso a favor de la aceptación. Necesitamos los inmigrantes para seguir creciendo y para asegurar el equilibrio demográfico sobre el que se asienta el Estado de bienestar. Una Europa sin inmigración se convertiría muy pronto en un continente envejecido, sin dinamismo económico y sin suficientes jóvenes para hacer funcionar el aparato productivo y pagar los impuestos y las cotizaciones sociales imprescindibles para asegurar las pensiones y las prestaciones sociales. Hay quien ha echado las cuentas, pero es preciso subrayar que no se trata de una cuestión meramente cuantitativa. También hay un aspecto cualitativo que conocen muy bien los norteamericanos: los países capaces de atraer talento joven de todo el mundo no sacan más que beneficios; y el talento no llega únicamente de la mano de universitarios ya formados, sino de la promoción mediante buenos sistemas escolares y universitarios de los jóvenes más ambiciosos e inteligentes cuyos padres se han partido la espalda trabajando como simples obreros manuales en el país de acogida.
Hay también muchos argumentos en contra del rechazo. Convertir a los inmigrantes y más en concreto a los musulmanes europeos en un cuerpo extraño y estigmatizado, sometido a una presión colectiva, es lo peor que se puede hacer para integrarles en las sociedades europeas y lo que más fácilmente suministra base social al radicalismo islamista. No son las campañas electorales, los escándalos mediáticos y los gestos demagógicos de los gobiernos y de sus oposiciones los mejores instrumentos para aclarar conceptos y poner en práctica medidas que sirvan a la integración. La inmigración masiva que ha recibido Europa en los últimos decenios y la que seguirá recibiendo exige buenas políticas educativas, de vivienda, urbanismo y empleo. Es por supuesto imprescindible que los recién llegados sean tratados como ciudadanos, iguales en derechos y deberes, y esto, es verdad, no corresponde en sentido estricto al modelo llamado multicultural de sociedades que hacen vida aparte, yuxtapuestas y cerradas dentro de la sociedad europea. Nadie defiende seriamente este modelo y todo el mundo sabe que lo primero es integrar lingüísticamente a los inmigrantes, por lo que es obligado que aprendan a toda prisa la lengua del país, que sus hijos se escolaricen, que sean atendidos por los servicios sanitarios y sociales, y que vivan en barrios mezclados, todo lo que impida el aislamiento y la ghetoización de los recién llegados.
Cuando la derecha alemana necesita escuchar en boca de su canciller que la sociedad multicultural ha fracasado totalmente lo que quiere entender es otra cosa. El jefe de los socialcristianos de Baviera, Horst Seehofer, lo ha dicho con mayor claridad y brutalidad, al rechazar la llegada de más inmigrantes de ?culturas extranjeras?, especialmente de Turquía y los países árabes. La derecha clásica alemana se adentra así en el territorio donde el populismo ultraderechista venía campando en los últimos meses con creciente desenvoltura. Ya no son únicamente los partidos de extrema derecha de Dinamarca, Holanda, Austria o Bélgica; tampoco la demagogia personalista del berlusconismo y del sarkozysmo; si no la derecha hasta ahora más seria y responsable de Europa. No hay que olvidar que las chispas que han encendido esta hoguera son dos gestos con el paso cambiado, es decir, con derecha e izquierda intercambiando sus papeles: un libro contra la inmigración de un socialdemócrata xenófobo como Tilo Sarrazin y un discurso a favor de un conservador moderado como el presidente de la República, Christian Wulff, que llegó a declarar que el Islam también es parte de Alemania.