Lluís Bassets
El pícaro es listo por definición. El hambre que pasó es lo que define su inteligencia. De ella aprendió a fascinarse por el poder y sobre todo por sus pompas. Conforman el espejo en el que se ve a sí mismo, cuando crezca. Sus relojes, sus coches, sus mansiones, sus barcos. Por eso se arrima al poderoso, le imita, le seduce, le engaña, le convence para que le convierta en su ahijado, su heredero, su sustituto, su sombra, su cuerpo y su alma al fin, hasta ser él mismo el poderoso al desnudo que viste y calza y encuentra un pícaro que también le ría las gracias.
La adulación es un arte, lleno de sutilidades y trucos. De entrada, para que funcione correctamente y no produzca el efecto contrario, apenas debe notarse. Puede sobrevolar, apenas como una duda, sobre la cabeza del adulado. Pero debe envolverse en la ambigüedad, en la punzada crítica, en el toque de humor ácido, para no convertirse en un insulto. Nada hay más irritante que la entrada de un adulador ondeando la bandera de combate de sus intenciones.
Para el envoltorio de los halagos son muy convenientes los arrebatos líricos y las referencias a la historia, el cine o la literatura, que con harta frecuencia no vienen a cuento pero embelecan al viejo filibustero y le preparan para que suelte la bolsa. La mirada, las manos, la voz, cualquier cosa sirve como motivo para las alabanzas.
De mayor quiere ser como él, pero mientras tanto se contenta con que le ayude a salir de la necesidad en que se encuentra. Por eso no pone límites a sus cucamonas y lisonjas. Puede ir más lejos que el pirata en su descaro. Los asaltos y crímenes que al propio bucanero avergüenzan se convertirán en su boca en proezas de su oficio glorioso. El vicio en virtud. El crimen en beneficio para la humanidad. La avaricia en generosidad. Y la vejez en inmortalidad.