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Primicias de Juan Goytisolo

Por 29 de octubre de 2010 Sin comentarios

Julio Ortega

 
 

Juan Goytisolo, siguiendo el ejemplo cervantino mayor, ha dado batallas para liberar nuestros varios orígenes, ibero y latino, arábico y judaico; y da la talla en el debate al sumar las voces migrantes de trámite futuro, que con apetito van a dar a la nueva mezcla. Buscando estos caminos del español, más plural que unitario, menos imperial que dialectal, Goytisolo nos ha devuelto un lenguaje urgido por su inmediata veracidad, cernido de brío y agudeza.  Y no sin ironía ha conjurado los fantasmas y fantoches  de la buena conciencia y la mala fe. Pocas veces el español ha sido capaz de pasión semejante, forjado por la inteligencia crítica y la sensibilidad ética. Pero cuando lo ha sido, en el reclamo de Cervantes y el alegato de sor Juana Inés de la Cruz, en la ironía de Larra y la protesta de Unamuno, en las sumas de Darío y la solidaridad de Vallejo, en la empatía de María Zambrano y la fe de José Lezama Lima, así como  en las tareas críticas  de Antonio Alatorre y Francisco Márquez Villanueva, este mundo se nos ha hecho, en español, más digno.

No sólo las rutas del español encienden la prosa de Juan Goytisolo, restada de sus sumas. La ductilidad prosódica de sus novelas se ha decantado en su largo proceso artístico, a través de distintos modos de representación, formas narrativas y lenguajes en diálogo. Esa obra parece no acabar, recomenzar por dentro, hacer del lector el actor de su ocurrir, interlocutoriamente. En su taller se fragua la lectura de otro mundo hispánico, capaz de sumar sus orígenes gracias a la crítica; y sus futuros, gracias al lenguaje. La novela, así, le cede a la lectura la aventura mayor: la de rearticular su lugar como la inteligencia mutua que nos debemos. Esa es la demanda con que esta obra nos reclama, la de desbrozar el lenguaje, sacarlo de sus casillas, aliviar su prosa institucional y espesa,  desencuadernar sus gramáticas, abrirle horizontes. Se trata, en efecto, de un español peregrino,  que acarrea la vivacidad mundana de los grandes tratados medievales; pone a prueba su lección humanista en Barataria, donde el hombre pobre, el analfabeta, aprende a leer  y lee como hombre justo; transita entre hablantes arrancados del habla, levantando la documentación imaginaria de su viaje transfronterizo; y suma la urgencia de su trance americano, su paso por la modernidad más civil, la de la mezcla.  Es un español que ha peregrinado los campos de Níjar,  y ha caminado, sin tierra, sobre las aguas de la memoria, a través de los reinos de Taifas, la Babel newyorkina, las voces de Sarajevo…Por eso el español de Juan Goytisolo no se debe al habla coloquial ni a la oralidad regional, y mucho menos a la violencia verbal en abuso. Se debe a su puntual despojamiento, a la crítica de su indulgencia autoritaria y elocuencia efemérica. Es el español que hablaríamos si nos reconociéramos libres en el lenguaje.

Tiene este español de Goytisolo sus grandes interlocutores en el Arcipreste de Hita, que es el otro escritor nuestro capaz de hablar el árabe dialectal del norte de Marruecos; en san Juan de la Cruz, cuya “noche oscura” se prolonga en el canto sufí; en la Celestina  y en Manrique, actualizados para alarma del funcionariado difundido. Con el Conde don Julián se pasa a la otra orilla. Habla en inglés con Blanco White y en francés con el Señor de la Montaña, maestro de relativismo. Libre de las ideologías de consolación, este formidable repertorio dialógico ha puesto en desuso el demótico sentimental que prolifera tanto como el incivil derogatorio de los otros, que deshumaniza el lenguaje con las pestes del machismo, el racismo y la xenofobia. La suya es un habla contra la corriente, que nos concede el vaso de agua clara de cada dia.

Carlos Fuentes incluyó a Goytisolo en la “nueva novela latinoamericana;” en París fue definido como escritor emigrado, parte del paisaje local; en Nueva York, cuando lo conocí, el año propicio de 1969, estudiaba imperturbable la linguística para entender la propia lengua; desde entonces hemos compartido el ánimo trasatlántico de romper lanzas por los nuevos escritores y la crítica nueva. Juan es de los que hablan más de la obra de los otros que de la propia. En sus conferencias de la Cátedra Alfonso Reyes (Tradición y disidencia, TEC de Monterrey), postula que el autor es antes que nada una persona que rechaza convertirse en personaje.  La distinción sugiere que hay más personajes que personas.

¿Cuál es entonces el territorio que recorre el español peregrino de Juan Goytisolo? Yo diría que es el desierto, el espacio que no tiene centro, y cuyo remoto punto de referencia es el pozo de agua donde se repone la tribu. Su peregrinaje, por ello, es de largo aliento, sabiduría y veracidad. Entre los mercadillos de ocasión donde se ofertan valores de vario precio, se adelanta este peregrinar, animado por la memoria de su lenguaje, y nos revela el camino de amistad de los otros grandes peregrinos, que se mudaron de territorio para forjar su lengua y recobrar su integridad.  Garcilaso, que se había mudado al italiano para poder renovar el español,  vuelve a Toledo en pos de la casa que le tiene descubierta su biógrafa, Carmen Vaquero.  Góngora, mudado al latín para tensar la sintaxis barroca, regresa aliviado de que Velázquez le ahorrara los laureles al pintarle su retrato. Y Cervantes, desempolvado de andanzas, trae su español acendrado por las voces italianas, árabes y americanas, junto a su escudero, Ricote, esta vez disfrazado de turista para que no le ofendan. Y  también asoma Darío, que se había mudado al francés, logrando remozar, para siempre, la música del verso español.  Y ya cruza la puerta de Toledo el mismísimo Vallejo (“quiero laurearme pero me encebollo,” dice), quien sigue escribiendo palabras que no están en el diccionario, porque en el diccionario están todas las palabras menos la poesía; y ha debido tachar el español para escribir en español. 

Hasta los críticos tenemos sitio en la obra de Juan Goytisolo; aunque el vuestro, para mejor salud del español, sea hoy reconocer, por fin, el lugar de este magnífico peregrino,  que habiendo cruzado el desierto de su tiempo nos trae las primicias del porvenir.

(Laudatio de Juan Goytisolo en la entrega del Premio Don Quijote, Toledo, 26 de octubre, 2010).

           

 

 

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Julio Ortega

Julio Ortega, Perú, 1942. Después de estudiar Literatura en la Universidad Católica, en Lima,  y publicar su primer libro de crítica,  La contemplación y la fiesta (1968), dedicado al "boom" de la novela latinoamericana, emigró a Estados Unidos invitado como profesor visitante por las Universidades de Pittsburgh y Yale. Vivió en Barcelona (1971-73) como traductor y editor. Volvió de profesor a la Universidad de Texas, Austin, donde en 1978 fue nombrado catedrático de literatura latinoamericana. Lo fue también en la Universidad de Brandeis y desde 1989 lo es en la Universidad de Brown, donde ha sido director del Departamento de Estudios Hispánico y actualmente es director del Proyecto Transatlántico. Ha sido profesor visitante en Harvard, NYU,  Granada y Las Palmas, y ocupó la cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge. Es miembro de las academias de la lengua de Perú, Venezuela, Puerto Rico y Nicaragua. Ha recibido la condecoración Andrés Bello del gobierno de Venezuela en 1998 y es doctor honorario por las universidades del Santa y Los Angeles, Perú, y la Universidad Americana de Nicaragua. Consejero de las cátedras Julio Cortázar (Guadajara, México), Alfonso Reyes (TEC, Monterrey), Roberto Bolaño (Universidad Diego Portales, Chile) y Jesús de Polanco (Universidad Autónoma de Madrid/Fundación Santillana). Dirije las series Aula Atlántica en el Fondo de Cultura Económica, EntreMares en la Editorial Veracruzana, y Nuevos Hispanismos en Iberoamericana-Vervuert.  Ha obtenido los premios Rulfo de cuento (París), Bizoc de novela breve (Mallorca), Casa de América de ensayo (Madrid) y el COPE de cuento (Lima). De su crítica ha dicho Octavio Paz:"Ortega practica el mejor rigor crítico: el rigor generoso."

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