Julio Ortega
Los 300 años de la Biblioteca Nacional se celebran con una gran muestra de sus mejores fondos (“300 años haciendo historia,” que ha coordinado José Manuel Lucía Megías y se podrá ver hasta el 15 de abril); aunque también podría incluir un encuentro de lectores como tú que alrededor de una mesa compartan la frecuentación de su amistad.
Hay algo de la BN que nos pertenece a todos, no sólo porque es la institución pública más antigua de España sino porque le hemos dedicado tiempo, paciencia, asombro y gratitud. En una entrevista que le ha hecho Juan Ramón Lucas en Radio Nacional de España, Gloria Pérez Salmerón, directora de la Biblioteca, ha recordado los orígenes de la institución y ha listado los trabajos en marcha, entre ellos la digitalización con apoyo de Telefónica, el Archivo de la Palabra y el Master iberoamericano en bibliotecología. Y dio una buena noticia: la asistencia a las bibliotecas de España se ha incrementado este año en un 10%. El entusiasmo de la directora con su trabajo es del todo compartible.
Nunca he creído en la superstición que presupone como mejor director de una biblioteca nacional a un escritor prestigioso. Es verdad que a veces ese escritor (o escritora, como fue el caso de Rosa Regás) puede convertir la biblioteca en un espacio de debate intelectual y actividad literaria. El hecho es que el trabajo de director de una biblioteca es menos ilustre de lo que la gente imagina. Lo digo con padecimiento de causa: cuando remplacé, temporalmente, a un colega en la dirección de la BN del Perú no pude nunca bajar al piso de raros, ni mucho menos actualizar su distraído patronato. Tuve dos reuniones de emergencia con el personal; la primera, para buscar fondos y reparar los baños estropeados por el último terremoto; la otra, para presupuestar una compra de escobas y escobillones. Por cierto, en esas reuniones las bibliotecarias no siempre están de acuerdo y los bibliotecarios guardan silencio estoico. Es inevitable evocar a Borges: la “magnífica ironía de los dioses,” escribió, de ser director de la BN argentina y ciego. Otros dos ciegos la dirigieron: José Mármol y Paul Groussac.
¿Cómo no recordar a los lacónicos bedeles de los años 70 en la Biblioteca Nacional? Parecían más bien guardianes de alguna prisión gris y lo ignoraban casi todo. Hacerse amigo de alguno para apurar trámites era una proeza. Luego, en los años 80, se hicieron especialistas en un piso. Si hacías una pregunta que no les correspondía te despachaban a otro piso, de donde te remitían a otro más. No menor faena eran las reglas cambiantes. Trabajé dos veranos con el manuscrito de “El Aleph” pero no se podía ordenar fotocopias aunque sí fotografías, microfilms y vistas fijas. Un día la archivera de turno, ofendida, me negó el manuscrito y me envió, castigado, al microfilm. Volví al turno del archivero, quien de inmediato me pasó el manuscrito. Debe haberme tocado la media hora del cambio de reglas. El otro día que pasé a renovar el carnet me dieron uno de lector de la sala general, con ingreso vedado a raros; para tener uno de investigador debo llevar los recibos del alquiler. Las bibliotecas tienen esa proclividad de estilo a la prosa del XIX, más bien doméstica y literal.
Tal vez llegaste a conocer el antiguo local de la Hemeroteca de Madrid. No hay mucho que recordar de ese edificio, pero leyendo periódicos de la Guerra Civil, cuando anduve tras las huellas de César Vallejo, pasé allí demasiados días de sopor madrileño. Recuerdo la figura del lentísimo bedel en guardapolvo, que me traía otro tomo de periódicos varios y a su paso crujía el piso de madera. Después de unas horas de periódicos comunistas me despertaba una hoja anarquista. Es mejor local el de Conde Duque, qué duda cabe, pero como ocurre casi con todas las bibliotecas tampoco alredor de éste había donde comer. Fue allí que un bibliotecario me contó que los 90 tomos de Periódicos Varios de Guerra se compilaron gracias a que un bibliotecario estaba de vacaciones cuando se declaró la guerra y tuvo que quedarse en lo que resultó campo republicano; de modo que, no sin entusiasmo, se dijo ¡qué buena oportunidad para compilar periódicos republicanos! Al mismo tiempo, otro bibliotecario estaba de vacaciones en una ciudad que resultó ser cabeza de la insurrección franquista, y se dijo: ¡qué buena oportunidad para compilar periódicos del campo nacional! Pero una bibliotecaria, curiosa de mi dedicación, me contó que esos tomos habían sido ordenados por la policía franquista para procesar y fusilar a todo el que aparecía mencionado. La guerra por las interpretaciones no había terminado.
Cada vez que subo la escalinata de la Biblioteca Nacional (la vejez habrá empezado cuando uno deba detenerse a la mitad) recuerdo la página de uno de esos periódicos donde se lee: “Lope de Vega decapitado.” Durante un bombardeo de la artillería franquista, uno de los proyectiles dio en las puertas de la BN y decapitó a la estatua de Lope. El cronista se preguntaba: “¿Quién caerá después? ¿Cervantes? ¿Nebrija?”
Cuando la Guerra del Pacífico, la BN de Lima fue cuartel de la tropa chilena, y una parte importante de los fondos fue botín de guerra. Se decía que el gran bibliógrafo chileno José Toribio Medina se hizo de numerosos documentos y libros antiguos peruanos. Tuvo fama de cleptómano teatral. En los archivos de los conventos fingía desmayos y mientras los curitas corrían por las sales, él se llenaba de papeles los bolsones de su gabán de coleccionista subrepticio.
Tal vez lo he leído en alguna tradición de Ricardo Palma, en cuyo sillón de director de la BN de Lima casi no tuve tiempo de sentarme, apremiado por la crisis permanente de ese polvoroso recinto. Años después, mi hermano fue allí bibliotecario, cesado por las autoridades fujimoristas en represalia política. No hace mucho, la BN se mudó, por fin, a su nuevo y moderno local donde, lamentablemente, se produjo hace poco un robo de libros antiguos que está en proceso de investigación. Y pensar que por ese sillón se pelearon Palma y Manuel González Prada, nuestros dos mayores escritores de fines del XIX, al punto que éste acusó a aquel de llevarse libros a su casa y anotar en ellos sus opiniones personales. Yo había obtenido en la BN mi primer carnet de lector a los 9 años, y con él mi primera lección burocrática: me destinaron a la sección de niños, donde no se podía leer sino literatura infantil.
La bibliotecaria de Brown me ha dicho que hoy se compran más materiales bibliográficos electrónicos que libros de papel. Me ha parecido una verdadera pérdida para la educación en la lectura. Justamente, las bibliotecas tendrían que defender el hábito de la lectura reflexiva y placentera, esa experiencia de tener un libro en las manos, que la directora Pérez Salmerón ha definido elocuentemente en Radio Nacional. De otro modo, las bibliotecas y sus bibliotecarios se harán redundantes; y nuestros estudiantes, meramente funcionales y mecánicamente utilitarios. No hay educación plena sin la experiencia de perderse entre los estantes descubriendo con asombro que un libro nos esperaba, dando horizonte a nuestra investigación. “Sin buscarlo, me encontré con un libro que me ayuda con el tema,” dice siempre, sorprendido, el mejor estudiante del curso. Supongo que uno le da las pistas para que se pierda con suerte.
Una vez le dije a Vartan Gregorian, quien antes de ser rector de mi universidad había dirigido la Biblioteca Pública de Nueva York, que teníamos en común esa experiencia, aunque fugaz la mía y fructífera la suya. Tú fuiste más sabio, me dijo. Entendí que él había necesitado de más escobas.