
Eder. Óleo de Irene Gracia
Juan Pablo Meneses
Brasil es el mejor lugar común que nos hemos inventado. Hasta allá viajamos, o queremos ir, buscando playas y cuerpos y relajo y baile y fútbol y comida y alegría, toda la alegría.
No existen muchos, nacidos fuera de este país, que hablen mal de la tierra de Pelé, Senna, Xuxa, Roberto Carlos y Jorge Amado. Es nuestro propio sinónimo de paraíso, el más grande del planeta y donde ahora, además, se jugará un Mundial de Fútbol. Alegría al cuadrado.
El primer choque llega cuando aterrizas.
Si es en Sao Paulo, te sale a recibir una mole de cemento sin garotas en bikini y un tránsito más lento que una pesadilla. Una megalópolis con tanta cantidad de helicópteros como Nueva York y Tokio, que te recuerda que más allá de la postal de relajo, esto es una de las grandes economías del mundo.
Si entras por Río de Janeiro, descubres que hasta la pobreza puede ser una puesta en escena. Las favelas convertidas en un entretenido city-tour. Como escribió Cabrera Infante, más que una realidad Río es una promesa. Un encantador espejismo del que disfrutamos escapando de lo que no queremos ver.
Si llegas a Natal, bien al norte, donde comenzó la conquista del país por parte de los portugueses, podrás cruzarte con restos de las bases aéreas que usó Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Brasil de combate.
Si apareces en Salvador de Bahía, la Roma negra, te hablarán de brujerías mientras te recuerdan el día que se paralizó todo Pelourinho para grabar un videoclip de Michael Jackson. O si es Porto Alegre, la zona gaúcha del sur, te recibe el mito que ahí se refugió Josef Mengele y otros jerarcas nazis. Y está el Amazonas, zona en que conviven tribus que todavía no conocen la civilización con retroexcavadoras y sierras eléctricas que van talando bosques por minuto.
Pero uno vuelve. Siempre.
No hay vez que haya viajado a Brasil que no saliera del país prometiendo regresar pronto. En la medida que uno se sale de la postal, y avanza por su territorio tumbando mito tras mito, comienza una nueva relación con el territorio. Una más intensa, más profunda, más violenta, más eterna. Como bien dijo Tom Jobim, el autor de la música de "La chica de Ipanema", Brasil no es para principiantes.
El país con los niños futbolistas más caros del mundo. Con más agua dulce, más católicos y más cesáreas del planeta. Un territorio cuyos habitantes son los que más tiempo pasan conectados a internet, que más siguen al Chavo del 8 y que más campeonatos del mundo de fútbol han conquistado.
Brasil tan áspero y caliente, como lo definió Roberto Arlt. El país donde casi compré un jugador de fútbol y me subí a un Fórmula 1 en Interlagos y bailé en un Sambodromo y visité una ciudad llena de gemelos y donde una mosca se me metió en la oreja y terminé en la urgencia de un hospital público lleno de policías con metralletas y camillas llevando cuerpos con balas adentro. Ah, y se me olvidaba, donde también estuve en playas perfectas y comí tantos peixes como pude y bebí tanta cerveza y jugo de coco y caipirinhas y caipiroshkas y vi tantos cuerpos perfectamente imperfectos y goce ser parte del lugar común, de la postal. El país que a partir de ahora ocupará toda nuestra agenda hasta empalagarnos. El territorio que nos inventamos y por el que, finalmente, sentimos tanto amor.
Aunque como dijo Jorge Amado, el escritor brasileño más famoso de la historia, el amor es lo mejor y al mismo tiempo lo peor del mundo. Incluso con Brasil.
publicado en la revista Domingo de El Mercurio