Jorge Eduardo Benavides
No hay infinidad de temas para una novela. Probablemente diez o doce. Todos las conocemos, todos las hemos vivido, bien sea personalmente o de oídas, porque le ocurrieron a otros, a familiares, a amigos o a amigos de amigos. O las hemos leído en el periódico, en un libro, en una crónica. El amor, la venganza, la amistad, el heroísmo, la renuncia, la traición… no hay pues temas nuevos en la novela, apenas -¡apenas!- distintas e infinitas formas de contar dichas historias. La capacidad de un escritor no radica tanto en la invención de una historia como en la elección de un ángulo novedoso para contar lo que todos ya sabemos. Nos sorprende el detalle, la novedad de las variantes, pero sobre todo la forma en que el novelista dispone su ficción frente al lector. Saber cómo contar una historia, qué elementos descubrir y cuáles ocultar, en qué momento hacerlo, darle veracidad a lo que contamos, saber elegir cuándo la historia nos ha descubierto una veta insospechada y elegir si debemos seguirla o no, hace la diferencia entre, por ejemplo, cualquier historia trivial de adolescentes cuyos padres se oponen al romance entre sus hijos y Romeo y Julieta. La hondura de una novela requiere del novelista -ya lo comentamos anteriormente- sobre todo perseverancia. Pero también saber hacer sus elecciones a la hora de contar la historia. Y si la perseverancia es un esfuerzo muscular, la elección tiene que ver más con cierta intuición para saber elegir a cada momento el camino a seguir. Un novelista nunca tiene todas las respuestas respecto a cómo y por qué escribió de esta o de esta otra manera su novela. Para él también hay asombro y descubrimiento. Por fortuna.