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El ojo de la arquitectura

Por 17 de febrero de 2021 Sin comentarios

Juan Lagardera

Es en las colinas de Segesta, en el occidente de Sicilia, donde puede apreciarse en toda su dimensión la capacidad escenográfica de la arquitectura clásica griega. Desde cualquier ángulo, desde arriba o desde abajo, a pie sin duda –como describe su llegada Guy de Maupassant– pero también a bordo del autobús que asciende serpenteante hasta lo más alto del teatro, el templo dórico que alzaron los habitantes de Segesta es ampliamente visible. El carácter radicalmente retiniano de dicha construcción es mayor cuando los arqueólogos nos dan a conocer que el templo no consta que estuviera dedicado a ninguna divinidad. La colina sobre la que se alza, entre otras muchas que la circundan, debió ser elegida desde tiempos remotos para ubicar elementos totémicos o señalizadores dada su extraordinaria naturaleza como escenario geográfico. Que los griegos alzaran allí uno de sus más canónicos edificios sólo era cuestión de tiempo pues es la arquitectura griega la que inaugura el carácter paisajístico de la construcción. “Exteriorización” le llama M. I. Finley.

Frente al valor estrictamente tectónico de los primeros habitáculos humanos, en los que el vínculo entre la esencia de la casa o de la tierra se extrema y hasta se describe con un idéntico concepto tal como desvela Heidegger, o ante los valores de naturaleza simbólica que egipcios y sumerios confieren a sus geometrías de pirámides y zigurats extraídas de la naturaleza cercana a la que imitan, por no hablar del carácter decursivo e iniciático de los templos faraónicos que más tarde readaptará la basílica de tradición latina… a diferencia de todo ello, los griegos desean la visibilidad de sus construcciones más características. Por eso se buscan colinas y altozanos, pero no inexpugnables al modo íbero o micénico, sino visibles, detectables a distancia por la mirada, desde el mar como ocurre en numerosas ocasiones o, como en Segesta, entre una serie ininterrumpida de montañas. Para Richard Sennet estamos, no hay duda, ante el primer “objeto arquitectónico”, pues para los griegos “el exterior del edificio era importante en sí mismo. Como la piel desnuda [el templo] era una superficie continua, autosuficiente y atrayente”.

Sin embargo, ese carácter objetual de la arquitectura se irá disolviendo en la noche de los tiempos, primero por el utilitarismo romano y después por el regreso de la arquitectura del ritual y la iniciación cristiana. Más tarde será eminente el subrayado de la fachada que constructores góticos, renacentistas y, sobre todo, barrocos, conferirán al hecho arquitectónico. La ciudad ortogonal surgida de la racionalización urbana del XIX no hace sino confirmar tales valores. Y como es sabido, será el tantas veces iluminado arquitecto y agitador Le Corbusier quien considerará esencial el carácter exento de la arquitectura como forma de cobrar una cierta poética del objeto construido. Antes de su revolución en pos del plano libre, en uno de sus primeros escritos, Vers une arquitecture, considerará la Acrópolis de Atenas como una “pura creación del espíritu”, cuyos perfiles dan “la impresión de un acero desnudo pulimentado”. La visión, precisamente, de la Acrópolis nevada me ha devuelto el interés por este texto, escrito hace unos años con motivo de una exposición en la galería Travesía 4 de Madrid.

Desde Le Corbusier, no obstante, la suerte está echada: la historia de la arquitectura, con el advenimiento de su modernidad, enfatizará cada vez más la vertiente visible de lo construido aunque en los últimos años cobren pujanza nuevos rumbos topográficos. Esa evolución del Movimiento Moderno ha sido profundamente objetual por más que teñida de un amplio programa funcionalista, y fue posible a la par que nuevos inventos y revolucionarias tecnologías transformaban el arte de la construcción. Uno de tales inventos, la fotografía, había obrado el milagro de congelar un objeto tangible, una escena real… Su presencia va a transformar tanto “el conocimiento como la experiencia que los seres humanos tienen del mundo”.

Téngase en cuenta que con anterioridad a la invención de la fotografía en 1826 lo arquitectónico sólo se representaba a través del dibujo. De este modo, lo arquitectónico estuvo siempre marcado por su capacidad de ensoñación a través de las imágenes dibujadas dado el evidente carácter a-real de las mismas, y por su capacidad de impacto en la contemplación y uso directos. La arquitectura, más que ninguna otra arte hasta el siglo XIX, se fundamentará en su capacidad de experiencia, en el elemento fundamental de socialización tanto de la mirada como del uso, sobre todo de este último. Es esa escala de relación entre lo construido y lo humano lo que caracterizará históricamente a la arquitectura… salvo en la retiniana Grecia y hasta la invención de la fotografía.

Pero desde 1826 y durante un tiempo, el de la suplantación pictorialista de la fotografía, las imágenes captadas de la arquitectura no pasan de ser meros fondos de escenario. Ni los fotógrafos ni los arquitectos fuerzan la estilización del punto de vista sobre el edificio o, si lo hacen, buscan una composición de carácter pictórico –la famosa imagen del Flatiron de Edward Steichen. Sin embargo, algunos fotógrafos alemanes como Hugo Schmölz o Werner Mantz empezaron a hacer trabajos de encargo para arquitectos racionalistas a partir de los años 20 dando prioridad al espacio arquitectónico. Renger-Patzsch hacía lo mismo con las instalaciones industriales mientras Moholy-Nagy en los talleres de la Bauhaus daba completa autonomía artística a la fotografía. El grupo Octubre, con Alexander Rodchenko y Boris Ignatovich a la cabeza, inauguran el fotomontaje pero, sobre todo, liberan el punto de vista, consiguiendo nuevas perspectivas gracias a picados y contrapicados, angulaciones y líneas que fuerzan construcciones para dislocar la realidad. Desde su etapa seminal, pues, la fotografía de arquitectura se vincula directamente a la modernidad y desarrolla diversos estilos, desde la objetividad al constructivismo.

Definitivamente la fotografía se convierte en el nuevo ojo de la arquitectura. No es extraño que cuando desembarca en los Estados Unidos el arquitecto austriaco Richard Neutra que ya había trabajado con El Lissitzky, se interese de inmediato por colaborar con el fotógrafo Julius Shulman con quien, sin embargo, mantuvo importantes discusiones escenográficas. Shulman había empezado a fotografiar en los años 30 los paisajes urbanos de la dinámica área de Los Ángeles. Es allí donde las nuevas calles y hasta las nuevas autopistas se convierten en postales de recuerdo –y tres décadas después en carpetas artísticas gracias a las fotografías espontáneas, previas a sus pinturas conceptuales, de Edward Ruscha.

En los años 40 y 50 la colaboración entre Shulman y Neutra –junto a otros arquitectos y diseñadores como los Eames– produce algunas de las más características  imágenes arquitectónicas hasta esa época. Shulman humaniza la vivienda moderna incorporando personajes y añadiendo objetos cotidianos –Neutra, en cambio, trataba de quitarlos. Gracias a su dominio de la luz y los contrastes, Shulman consigue articular espacios continuos entre los exteriores e interiores de las casas. Fue tal su influencia que la redactora de una revista de viviendas tradicionales del sur de California llegó a considerar las efectistas imágenes de Shulman como responsables directas del éxito de la arquitectura moderna entre el público norteamericano.

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Juan Lagardera

Juan Lagardera (Xàtiva, 1958). Cursó estudios de Historia en la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha trabajado a lo largo de más de treinta años en las redacciones de Noticias al Día, Las Provincias y Levante-EMV. Corresponsal de cultura del periódico La Vanguardia durante siete años. Como editor ha sido responsable de múltiples publicaciones, de revistas periódicas como Valencia City o Tendencias Diseño y también de libros y catálogos de arte y arquitectura. Desde su creación y durante nueve años fue coordinador del club cultural del diario Levante-EMV. Ha sido comisario de diversas muestras temáticas y artísticas en el IVAM, el MuVIM, el Palau de la Música, la Universidad Politécnica, el MUA de Alicante o para el IVAJ en la feria Arco en Madrid. Por su actividad plástica recibió la medalla de la Facultad de Bellas Artes de San Carlos. En la actualidad desempeña funciones de editor jefe para la productora de contenidos Elca, a través de la que renovó el suplemento de cultura Posdata del periódico Levante-EMV. Desde 2015 es columnista dominical del mismo rotativo. Ha publicado tanto textos de pensamiento como relatos en diversos volúmenes, entre otros los ensayos Del asfalto a la jungla (Elástica variable, U. Politécnica 1994), La ciudad moderna. Arquitectura racionalista en Valencia (IVAM, 1998), Formas y genio de la ciudad: fragmentos de la derrota del urbanismo (Pasajes, revista de pensamiento contemporáneo, 2000), La fotografía de Julius Shulman (en Los Ángeles Obscura, MUA 2001), o El ojo de la arquitectura (Travesía 4, 2003). Así como la recopilación de artículos de opinión en No hagan olas (Elca, 2021), y sus incursiones por la ficción: Invitado accidental. El viaje relámpago en aerotaxi de Spike Lee colgado de Naomi C. (en Ocurrió en Valencia, Ruzafa Show, 2012), y la novela Psicodélica. Un tiempo alucinante (Contrabando, 2022).

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