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A propósito de Gibbon: imperio frente a nación

Por 7 de febrero de 2021 febrero 28th, 2021 Sin comentarios

Juan Lagardera

La actualidad catalana nos devuelve a la cuestión del nacionalismo. Y caigo de nuevo en la tentación de releer a Edward Gibbon, el ilustrado historiador británico, reconocido autor de La Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, uno de los libros memorables de la literatura universal a juicio del genio erudito de Jorge Luis Borges, para quien, obviamente, el buen relato histórico es tan literatura como cualquier novela. The Decline and Fall… fue, además, el libro de cabecera de Winston Churchill y, por dicha razón, un mito legendario en mi casa paterna. Churchiliano de pro, mi padre se pasó media vida intentando adquirir en librerías de viejo alguna edición en castellano de los volúmenes de Gibbon, sin conseguirlo. Eso sí, compró una ilustrada Historia de los Romanos del francés Victor Duruy, en edición de 1888 publicada por Montaner y Simón, que hizo las delicias de mi infancia.

No es extraño que en España no se encontraran traducciones de Gibbon, sus libros fueron perseguidos por la Inquisición y no fue hasta mediados del siglo XIX que se editó una glosada versión en ocho tomos, del aragonés José Mor de Fuentes, desaparecida casi por completo de la circulación, según me confirma el bibliófilo Luis Caruana. Por tales razones, la bonita edición que Alba hizo hace unos años de la versión abreviada de The Decline and Fall… fue saludada con entusiasmo y ya va por la quinta edición. Poco después, en 2006, al fin, la editorial Turner inició la publicación de la obra completa en cuatro volúmenes con la traducción de Mor pero despojada de arcaísmos… Y en 2012, la nueva editorial de Jacobo Siruela, Atalanta, saca al mercado en dos tomos la obra mítica de Gibbon en traducción más actual de José Sánchez de León.

Excuso comentar la influencia de Gibbon sobre los historiadores y escritores británicos, de Toynbee a Robert Graves, influencia que resulta directísima en libros como Juliano, el apóstata de Gore Vidal. Pero más allá de los relatos concretos sobre el devenir de los emperadores de Oriente y Occidente que son bien ilustrativos y muy bien documentados para su época por Gibbon, lo que más resaltaría del legado de este escritor, al que llamaron el Voltaire inglés, es su visión sobre el Imperio. Él escribió cuando su país llevaba camino de convertirse en una potencia imperial y analizó la cuestión romana desde esa óptica. Fuera cierto o no, para Gibbon el Imperio es la civilización, el orden, el arte y la filosofía, pero también el amparo de las minorías y de los ciudadanos. Al otro lado del Limes se campa entre la barbarie. Reconoce los extravíos, no tanto del sistema como de los hombres, no del Imperio sino de algunos emperadores tiránicos. Pero en líneas generales, para Gibbon el Imperio promueve el derecho y la igualdad de derechos. Medio siglo después de su muerte a finales del xviii, sus congéneres ingleses pensarían lo mismo del Imperio Británico.

Es una visión que más tarde también encontraremos en Stefan Zweig, a propósito del añorado Imperio Austro-húngaro (en alemán no es imperio sino monarquía), ese lugar político donde florecieron tantas nacionalidades como margaritas era capaz de admirar su emperatriz Sissí de Baviera y en cuya Duma se empleaba el latín como idioma vehicular dada la babélica naturaleza de aquel parlamento. Un extinto imperio que hoy se disemina hasta en trece naciones distintas y que, el mismo Churchill, quiso recuperar al acabar la guerra mundial como estado-tapón frente al posible renacer del poder prusiano.

Comprendo que para las generaciones que surgieron a la conciencia en el entorno de los años 60, el imperialismo sea un concepto peyorativo y difícil de tragar. Crecimos rodeados por el odio intelectual a los americanos, del mismo modo que al otro lado del Telón de acero se sobrevivía en el odio a lo soviético. Pero los tiempos cambian y las perspectivas ganan en prudencia y experiencia. Obviamente no todos los imperios son iguales y, a veces, ni se parecen. Pero conviene rescatar no tanto lo que la Historia finalmente nos muestra, que casi siempre es peor de lo que imaginamos, o de lo que el cine nos ha idealizado, sino esa visión gibboniana que está en la raíz de muchas propuestas ideológicas moderadas, de un cierto ideal democrático por más que pragmático y no tan utópico como algunos quisieran.

Llevamos demasiado tiempo instalados en la creencia favorable a los particularismos, al folklore y las raíces, en una espiral que se dirige hacia la tribu más que hacia el mundo. Del romanticismo alemán acá, pasando por la doctrina Wilson, no hemos fomentado más que a la nación frente al imperio, incluso enarbolamos a nuestra nación para refutar a los otros nacionalistas. Lo vemos los españoles en el caso de Cataluña, ansiosa –dicen– por crear su propia nación, con su camisita y su canesú: su hacienda y su bandera, su selección de hockey y su lengua… donde nadie, en cambio, durante estos últimos años se ha preguntado por la diversidad de procedencia de sus individuos… o por la inextricable red del comercio con España. La nación parece que da por hecha la cohesión social, el amparo tribal. Como si en esa Arcadia tan recreada sensiblemente por los nacionalistas ya no hubiera diferencia de rentas ni herencias y se garantizara por ser indígena la completa igualdad de oportunidades.

Gibbon lo contraargumenta mejor. Al modo darwinista explica cómo para administrar muchos territorios es necesaria una buena organización, y para lograr esta última resulta indispensable ser ordenado y justo. El imperio, dirá, se hace más versátil y comprensible, se adapta a lo diverso al tiempo que necesita ser universalista, de lo contrario se desmadejaría en muy poco tiempo. En ocasiones, incluso, su exceso de tamaño puede permitir zonas improductivas como el arte por el arte –y sin compromiso político ni grupal–, y hasta, como Séneca apunta, unas cuantas excrecencias. Tal cual ocurrió durante el Imperio Español, al que terminaron por caracterizar los pícaros y la zanganería.

 

  • Artículo compilado en el volumen No hagan olas (Ediciones Elca).
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Juan Lagardera

Juan Lagardera (Xàtiva, 1958). Cursó estudios de Historia en la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha trabajado a lo largo de más de treinta años en las redacciones de Noticias al Día, Las Provincias y Levante-EMV. Corresponsal de cultura del periódico La Vanguardia durante siete años. Como editor ha sido responsable de múltiples publicaciones, de revistas periódicas como Valencia City o Tendencias Diseño y también de libros y catálogos de arte y arquitectura. Desde su creación y durante nueve años fue coordinador del club cultural del diario Levante-EMV. Ha sido comisario de diversas muestras temáticas y artísticas en el IVAM, el MuVIM, el Palau de la Música, la Universidad Politécnica, el MUA de Alicante o para el IVAJ en la feria Arco en Madrid. Por su actividad plástica recibió la medalla de la Facultad de Bellas Artes de San Carlos. En la actualidad desempeña funciones de editor jefe para la productora de contenidos Elca, a través de la que renovó el suplemento de cultura Posdata del periódico Levante-EMV. Desde 2015 es columnista dominical del mismo rotativo. Ha publicado tanto textos de pensamiento como relatos en diversos volúmenes, entre otros los ensayos Del asfalto a la jungla (Elástica variable, U. Politécnica 1994), La ciudad moderna. Arquitectura racionalista en Valencia (IVAM, 1998), Formas y genio de la ciudad: fragmentos de la derrota del urbanismo (Pasajes, revista de pensamiento contemporáneo, 2000), La fotografía de Julius Shulman (en Los Ángeles Obscura, MUA 2001), o El ojo de la arquitectura (Travesía 4, 2003). Así como la recopilación de artículos de opinión en No hagan olas (Elca, 2021), y sus incursiones por la ficción: Invitado accidental. El viaje relámpago en aerotaxi de Spike Lee colgado de Naomi C. (en Ocurrió en Valencia, Ruzafa Show, 2012), y la novela Psicodélica. Un tiempo alucinante (Contrabando, 2022).

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