
Jesús Ferrero
La narrativa de Vargas guarda un equilibrio fundamental por encima y por debajo de las vicisitudes de su vida y de sus tribulaciones políticas y amorosas, y es de una grandeza innegable.
Cuando leí La ciudad y los perros, que Vargas publicó a los veinticuatro años, me alarmaba pensar cómo un hombre tan joven había asimilado tanta experiencia de la negatividad y había sabido crear una estructura narrativa tan luminosa y tan compleja, donde a la vez que todo era un viaje hacia adelante, lo era también hacia atrás.
Volví a releer la novela hace un año, y permaneció intacto el asombro que había sentido al leerla por primera vez. Había además elementos narrativos esenciales que me habían pasado inadvertidos en otra época. Por ejemplo: la ciudad vista como una jungla del lenguaje, como una jungla mental y sexual, como una jungla de hormigón, luces y cristales, donde el animal menos salvaje es la vicuña que tienen por mascota los muchachos de la escuela militar que protagonizan la historia.
Lo apuntado en La ciudad y los perros estalla como una gran floración selvática en La casa verde y en Conversaciones en la catedral, donde se empiezan a cruzar, como urdimbres y tramas de un mismo tejido, los diálogos además de las situaciones, adensando físicamente la historia, creando conexiones múltiples y propiciándole al lector una visión global y a la vez atomizada de la realidad.
Si es verdad que hay dos clases de novelistas, los que se pasan la vida escribiendo la misma novela, a veces empeorándola, a veces mejorándola, y los que cada vez que comienzan un libro es para hacer algo diferente a lo que hicieron, Vargas pertenece a la segunda especie, y su obra es tan diversa como su vida. A su manera, a tocado todas las teclas, sorprendiéndose a menudo a sí mismo. Por ejemplo: en la época de La casa verde, Vargas juzgaba muy severamente la literatura humorística y en general el humor como elemento narrativo, pero he aquí que de pronto publica Pantaleón y las visitadoras, donde le humor, en todas sus variantes, va a ser el territorio más específico de la novela.
Desde sus inicios como escritor profesional, Vargas ha sido un trabajador infatigable y ha mantenido un nivel de creación constante, y como si fuese en eso discípulo de Gracián, sabe asombrar periódicamente con novelas que suponen una vuelta de tuerca más en su narrativa. Ahora pienso en La guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo.
Su influencia en la narrativa escrita en español es vasta y definitiva y ha sido muy enriquecedora porque nos ha enseñado a dirigir la mirada hacia la estructura de la novela en una cultura, la española e hispana, muy dotada para inventar historias pero poco dotada para estructurarlas y con mucha tendencia a la divagación barroca y al desahogo narcisista.
La geografía de las novelas de Vargas se ha ido ampliando tanto como la geografía de su vida, pero ubique donde ubique sus historias, Vargas siempre sabe crear atmósfera. Creó una atmósfera densa y urbana en La ciudad y los perros, y creo una atmósfera transparente hasta cortar la respiración en Lituma en los Andes, donde desarrolla con una magia sorprendentemente negra el mito de Dionisos y Ariadna, sin llenar por eso de irrealidad la historia y dotándola de una profundidad trágica tan envolvente como el cielo andino.
Sus ensayos se leen con el mismo placer que sus novelas porque están dotados de un vivo instinto narrativo y porque en ellos Vargas nos hace doblemente partícipes de su experiencia reflexiva al trasmitirnos su pensamiento y muchas veces también la situación en la que surgió ese pensamiento.
Todo lo cual para decir que nos hallamos ante uno de esos escritores que trazan una frontera entre lo que les precedió y lo que les sucederá. Su aparición rompió con la tendencia a las novelas deshilachadas, caprichosas y narcisistas de la tradición española y latinoamericana, y acabó con una presunta inocencia respecto a los materiales narrativos que había convertido nuestra narrativa en un pudridero irrespirable, al margen de las otras narrativas y muy poco o nada traducida.
Vargas fue uno de los componentes del boom que rompió esa campana de cristal. Parecía imposible, pero a veces basta con un escritor o dos para cambiar la historia de la literatura.