
Jesús Ferrero
El Bataclan, además de ser una sala mítica en la historia de los conciertos de rock, fue un lugar fundamental en la historia de la emigración española.
Dicho de otra forma: uno de esos lugares que nunca van a aparecer vinculados a la Historia con mayúscula, de no ser por los atentados que acabamos de conocer, pero que son esenciales en la historia de la sentimentalidad sin más y en la microhistoria del corazón de la clase obrera, ya que fue la sala de baile más frecuentada por los jóvenes emigrantes españoles que buscaban pareja, allá por los años setenta del siglo pasado.
Recién llegado a París estuve explorando, de forma más bien involuntaria, el mundo de la emigración española: sus formas de vida e infravida, su situación económica, su lenguaje (utilizaban una mezcla surrealista de español y francés), y su sentimentalidad. Fue entonces cuando percibí que todos hablaban del Bataclan, y fue en voz de los emigrantes españoles donde escuché la palabra por primera vez.
¿Por qué?
Pues porque en el Bataclan se llevaba a cabo los sábados y domingos por la tarde el baile de los españoles. A eso de las siete, puede decirse que todos los jóvenes emigrantes de nuestro país acudían al Bataclan para bailar y enamorarse los fines de semana.
Se trataba de fiestas bastante tribales, folloneras y divertidas, a las que solo acudían españoles y algún portugués. Estuve más de una vez y no podía creerlo. El Bataclan era un lugar rebosante de calor latino y se llenaba hasta que no cabía ni un solo danzante más.
Ahora, cuando lo veo encharcado de sangre, recuerdo aquellas fiestas dominicales de las que salieron tantos noviazgos de la España emigrante, cálida y bailonguera.