
Jesús Ferrero
El fotógrafo Yann Arthus-Bertrand subió hace algún tiempo hasta la cima del Kilimanjaro en un helicóptero y al dirigir la mirada hacia el monte quedó petrificado. La cúspide de la montaña sagrada “parecía surcada de profundas cuchilladas, como la piel gris de un animal muerto, agrietada por el calor y la sequía, y había desaparecido casi toda la nieve”.
Hemingway creía que las nieves del Kilimanjaro eran eternas. Se lo habían dicho los nativos y él lo creía. En su magnífica novela Las nieves del Kilimanjaro, nos presenta a un cazador americano que está agonizando y que recuerda su vida. El cazador mira de vez en cuando la montaña que tiene frente a él, admira su cima. Siente que al morir su alma volará hasta las nieves del Kilimanjaro, implacablemente blancas.
Se equivocó el cazador de la novela. Las nieves del Kilimanjaro ya se están yendo. Los nativos de la comarca tiemblan. Sus espíritus se están quedando sin morada, sin la blancura que sellaba sus memorias, y cuando los espíritus no hallan cobijo dejan de ser entidades protectoras.
Se equivocó Hemingway, se equivocó el cazador, se equivocaron los nativos que proyectaban en las nieves de la roca su idea de la eternidad. Estamos en otra historia.
Las divinidades protectoras están desapareciendo. Lo vemos muy bien en esta pandemia.