
Jesús Ferrero
Los historiadores piensan que hubo un crepúsculo de las ciudades en la antigüedad. Se inició antes de que empezasen las invasiones bárbaras, mucho antes, hacia el siglo I antes de Jesucristo. Muchas ciudades fueron desapareciendo, como por ejemplo Petra, y las que no desaparecieron, decayeron como Atenas, Alejandría y las ciudades más emblemáticas de Oriente Medio: su mejor ejemplo sería Jerusalén, que ardió ante las tropas de Tito en el año 70 después de Jesucristo.
Al parecer fue un movimiento regresivo y general, que en Europa dio como resultado una cultura feudal. Habría que esperar a la Baja Edad Media y al Renacimiento para que las ciudades volviesen a emerger en todo su esplendor y volviera a predominar una cultura fundamentalmente urbana.
Ahora estaría ocurriendo algo parecido a lo que ocurrió en la antigüedad. Las ciudades estarían desapareciendo como entidades y hasta como almas por hipertrofia más que por atrofia, por extensión más que por reducción.
Quizá en los tiempos de Fitzgerald, Nueva York tenía límites precisos con el campo, como se sugiere en un momento de la novela El gran Gatsby, pero ¿hoy los tiene? Lo mismo se podría decir de otras muchas ciudades: el tapiz urbano no desaparece nunca, y un tejido empalma con otro, y así hasta dar la vuelta a toda la Tierra. En esa urbanización total y planetaria, los núcleos más o menos definidos que antes llamábamos ciudades si disuelven en el tejido general y en cierto modo desaparecen.