
Jesús Ferrero
A lo largo de la vida, varias veces he escuchado en voz de diferentes autores que “habría que escribir como si estuvieses muerto”.
Como si estuvieses muerto coges la pluma o el ordenador y empiezas a escribir.
Como si estuvieses muerto te haces un café o un té, fumas un cigarrillo, regresas a tu cuarto y redactas algo como si estuvieses muerto.
Un hombre muerto escribiendo palabras muertas en un cuaderno de papel muerto que se va deshaciendo como arena sería una buena narración para los amantes del fin de los tiempos. La acción podría desarrollarse en Samarcanda cuando era la capital dorada de las estepas, o mejor en alguna aldea cerca de las montañas de la Locura.
Se supone que mientras dura el proceso de la escritura has de comportarte como un muerto, has de hacer el amor como si estuvieses muerto (siempre queda la esperanza de que a tus amantes les gusten los zombis), levantarte de la cama como si estuvieses muerto y reanudar la escritura como lo haría cualquier escritor muerto que tuviese que entregar en septiembre una novela a su editor muerto.
Sólo acierto a escribir algo cuando me siento vivo. Quizás es un error. Tendré que meditar, tendré que pensar que estoy dentro de un ataúd, en el cementerio de la Ciudad sin Nombre. El espacio es asfixiante hasta para un muerto: hace difícil la escritura, y no solo por el hecho de que la muerte sea la consagración del silencio.
Entonces le doy la vuelta al problema y pienso: escribir sería lo mismo que salir del espacio de la muerte, y toda escritura sólo podría ser gestada desde la vida y para la vida. ¡Fin de las pesadillas y los ejercicios espirituales! Qué alivio, amigos. ¡Acabo de salir del ataúd¡ ¡Ya puedo ponerme a escribir!
Con razón decía Julia Kristeva que el que no ama o no crea está muerto. Dicho en otras palabras: cuando no amas y no creas te instalas en el espacio de la muerte, y si tuviésemos que escribir como si estuviésemos muertos la obra más convincente sería el libro en blanco. César Augusto lo expresó muy bien con unas cuantas palabras que además de proclamar el fin de la vida proclamaban el fin de la escritura. Es sabido que según la leyenda el emperador dijo al morir: “¡Se acabó la comedia, amigos. Aplaudid!”.
Obviamente, se trata de una sentencia que sólo puede formular alguien que ha sido durante bastante tiempo el director del gran teatro del mundo. No son palabras que queden demasiado bien en voz de un vagabundo, un guerrero, un labrador. Para decirlas has tenido que ser el rey del mundo: algo así como el dueño absoluto de la narración. Por eso no sólo indicas que la obra ha finalizado, también ordenas que todos lo presentes lo festejen con aplausos. Como debe ser.
Qué gloriosos los romanos, tan empeñados en hacer teatro clásico hasta el último suspiro. Ahora no cuidamos tanto los papeles y los escenarios, por eso ya nadie muere diciendo frases célebres en parajes legendarios. Estamos perdiendo mucha capacidad dramática. Todavía nuestros abuelos pasaban media vida tejiendo la frase con la que esperaban despedirse de la humanidad. Ahora ya nadie pierde el tiempo preparando su última escena en la opereta del mundo.
¿Pero no estaba hablando de escribir como si fueses un difunto? Ah, sí, la feliz pesadilla del hombre muerto escribiendo palabras muertas en un cuaderno de papel muerto que se va deshaciendo como arena. ¡Qué optimismo más radical! ¡Brindemos!