Jean-François Fogel
La exposición se llama El viaje infinito. Su contenido es el producto de un destino humano y del azar. Como dice Julio Cortázar en un video “el azar hace muy bien las cosas, mejor que la lógica”. Estamos en la “Maison de l’Amérique Latine”, boulevard St Germain, en París, donde siete salas proponen un pequeño milagro: la evocación no de una obra sino de un artista, un hombre ubicado en un cierto momento de la literatura y del exilio latinoamericano en la capital francesa: Julio Cortázar.
En general, no me gustan las exposiciones sobre escritores, y tampoco soy un fanático de la obra del novelista argentino, pero me cogió una especie de encanto ligero, de gracia amable en la acumulación de recuerdos de Cortázar. Provienen de un fondo de cuatro mil imágenes, un sin fin de cintas de cine súper 8, documentos, cartas, libros. Hay una carta de Cortázar a Francisco Porrúa para hablarle de un proyecto de libro de entrevistas de autores latinoamericanos. Su autor, dice, será Luis Harss. Es un libro muy importante para establecer la existencia de una dinámica literaria: Los nuestros. Cortázar es uno de los nuestros en esta época y aparece como tal en la exposición.
Los nuestros son los autores del boom. Los que pusieron al final de los años 60 y 70 un continente en el mapa del mundo cultural universal. En un video Cortázar desmiente muy bien la sospecha de una “maniobra editorial” en la aparición simultánea de autores con éxito mundial. Cita a García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa. Los tres aparecen a su lado en fotografías, pero lo más emocionante es una fotografía de Cortázar, Alejo Carpentier y Máx Aub en París: los tres comparten una obvia felicidad. Aunque lo más impresionante es un documento en blanco y negro (los blancos muy blancos y el negro casi azul) de Cortázar con Lezama Lima en La Habana en 1966. El autor de Paraíso parece enorme, hermético, lleno de secretos y de supuesta sabiduría; es imposible interpretar su mirada al fotógrafo; ¿está o no está? A pesar de que ambos están sentados se ve Cortázar flaco, alto, libre.
La imagen de Cortázar es doble: con barba, bigote y pelo largo es el arquetipo del izquierdista argentino, de estos que fuman dos cajillos de cigarrillos en una confitería para denunciar el capitalismo; sin barba, con corbata, abrigo y zapatos Hush Puppies es un personaje de John Le Carre, tan inalcanzable como un inglés, guapo e incapaz de esconder una herida íntima.
La exposición pinta otra época de París, en los años 50: sus jardines, las orillas del Sena, un perfume de ciudad apacible que ya no existe. Músico (se le ve con su trompeta, se oye su música preferida), cineasta (sus cintas de juegos de niños, de insectos, son casi abstractas), fotógrafo (sublime captación de la luz sobre el observatorio del sultán de Jai Singh en Jaïpur en la India), traductor (tecleando con los dos índices en su maquina de escribir eléctrica). Cortázar parece ser un hombre determinado en no apartarse de sí mismo. La similitud física entre su primera esposa y su última compañera (Aurora Bernárdez y Carol Dunlop) da una impresión de más de lo mismo como verdad secreta.
Hay una rayuela, claro, en el suelo de una de las salas del sótano: es, reproducida en una alfombra, la misma rayuela que se veía en la portada de la novela homónima cuando se publicó en Buenos Aires (editorial Sudamericana). Creo que Cortázar está cerca del cielo.
(El Centro Cervantes de París, avenue Montaigne, propone también una pequeña exposición de Cortázar, con libros suyos hechos con pintores o fotógrafos.)