
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Rioyo
Hace muchos años me encontré en Madrid con un joven serio. Acababa de publicar "Beatus ille", una sorpresa en la narrativa de los años ochenta. Llegaron escritores de mi generación y se pusieron a contar historias. Recontar el pasado, rescribir el presente. Llamazares, Millás, Ferrero, Rosa Montero o Gándara con Muñoz Molina y otros renovaron nuestra literatura. O al menos fueron puente para otras formas y otros fondos. Fuera estaba creciendo la "movida" pero ellos tuvieron la sinceridad de mirar hacia dentro, hacia atrás y hacia los lados. Lo que no quiere decir que no estuvieran dotados, unos más que otros de un muy singular sentido del humor. También del hartazgo o del desencanto. Como os guste llamarlo.
Hablaré de los tres escritores- maestros dice la cita- otro día. Hoy quería empezar diciendo algo del último en intervenir, de Antonio Muñoz Molina.
Desde su primera novela, incluso desde sus primeros escritos en los periódicos que después fueron sus primeros libros, sorprendía, su mirada moral. Su capacidad para reflexionar sobre "éste país de todos los demonios". No ha dejado de preocuparse de Sefarat, sus vicios, sus sueltas virtudes, sus heterodoxias y sus insoportables maneras de afirmar, de vez en cuando, lo peor de nosotros mismos.
Entre las muchas cosas que señaló, en su reflexión de español que vive voluntariamente desterrado en la capital del mundo la mitad del año, dos me sorprendieron y me hicieron reflexionar. No tengo tiempo, ni quizá ganas de hacerlo ahora, pero lo dejo señalado para invitación del que quiera hacerlo. La primera es que no fuimos demócratas, al menos que la mayoría no lo éramos y por varias razones. No sabíamos. E incluso no queríamos. Es cierto que algunos estábamos más preparados para que esto fuera un republica de izquierdas- ¿cómo sería eso?- que una democracia occidental. De esa carencia éstos lodos. ¿Queremos y sabemos ser demócratas?
Y la segunda cuestión, que mucho tiene que ver con la anterior. Llegará un día que no nos parecerá raro que alguien entre nosotros se levante, por ejemplo de un desayuno placentero de un domingo, y:"diga perdonarme, pero tengo que ir a misa". Y no pensemos todos, quiero decir los nuestros, nuestras afinidades electivas, lo que hemos elegido cómo amigos, ¡qué tipo tan raro! Soportaríamos amistades que fueran creyentes de esas misas que nos parecen tan incomprensibles a nosotros los cultos y demócratas. ¿Tiene que llegar nuestra formación democrática hasta el extremo de tener que admitir esos fanatismos religiosos? Las creencias y las misas, ¿también debemos admitirlas como las admitimos en nuestras madres, aunque no las compartamos?
Otro día sigo con Muñoz Molina y sus reflexiones. Incluso con algunos de sus educados y vehementes cabreos sobre el cómo somos y dónde vamos.