Javier Rioyo
Cuando yo crecía hacia mi escepticismo religioso la Semana Santa era negra. La vida, que ya tenía sus oscuridades, se volvía más siniestra. Estaba llena de prohibiciones, de gentes que se tapaban para sufrir, que arrastraban cadenas, hacían penitencia y rezaban en fila detrás de las representaciones de muerte y llanto. Después descubrí que había otras maneras. Las maneras barrocas del sur. Con todo ese ritual, pero en colores, con una tragedia que me daba la impresión de que también estaba llena de juerga más o menos oculta. Thanatos acompañando a Eros. Pues tampoco me gustó tanta pasión por las calles, tanto recogimiento ficticio -tampoco el real-, tanto atasco detrás de los ídolos. Sencillamente me fugué, no participaba, eran fechas para otras cosas, otras escapadas, otros paganismos. Aunque algún día hablaré del sentido que cada uno tiene del paganismo. Para los judíos, también los cristianos son paganos.
Tuvieron que pasar décadas para volver a mirar con curiosidad esos rituales que perviven entre los españoles como en ningún lugar del mundo. No me refiero a esos puntuales rituales salvajes de Filipinas y otros lugares donde dejamos lo peor de nuestra cultura. Ahora veo con interés las sobrias procesiones castellanas. Las cargadas del sur o las ruidosas de los buñuelescos pueblos aragoneses. Una vez, en compañía de otros con no demasiada fe, fui cofrade en Íscar, un pueblo vecino a Calanda y, la verdad, el ritual del ruido de los miles de tambores es una sensación extraña. Tanto ruido tiene algo de recogimiento, de silencio.
Estaba en Sevilla, la Semana Santa estaba a punto de estallar, rodeado de los amigos de Tomares -ese pueblo rico y progresista del Aljarafe- que se brindaban a soportar conmigo los rituales de la juerga mística. Estuve tentado, pero no, preferí escaparme de ese espíritu que ciega a tantos, que a tantos hace representar lo que no son, en lo que no creen. No me gusta ese barroquismo festivo y religioso. Es parecido a la entrega ruidosa del fútbol por un lado, y por otro no llega a la belleza de la música callada del toreo. Me escapé de Sevilla, me escapé de España. Lejos, muy lejos, de las celebraciones de Semana Santa. Acabo de llegar a Buenos Aires, el tiempo acompaña poco. Espero no encontrarme procesiones. Aunque también me puedo tropezar con fanáticos del fútbol. Está claro que mientras no cambien los dioses, nada habrá cambiado.