
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Rioyo
Me sorprendió encontrar ese mandato oficial en una de las calles centrales de Valladolid. En la acera de Recoletos, frente al Campo Grande, en un lugar que muchas veces he paseado por sus "ferias del libro", en tiempos de festival o porque sí, porque el Pisuerga pasa por Valladolid. Nunca me había fijado en el limpio, claro y sin lugar para las dudas mandato escrito en cerámica. Allí debe estar desde los años franquistas. No olvidamos que Valladolid, como Salamanca, Ávila, Burgos y otras cuántas ciudades y pueblos de Castilla fueron muy franquistas. Es decir fueron no democráticas, rebeldes contra la legal Constitución además de moralistas, católicas y falangistas También hubo otras fuera de Castilla, en el sur, norte, oeste o en las islas que fueron tomadas por el asalto franquista en pocos días, en pocas horas.
De la misma manera que se podía prohibir el baile, el libre pensamiento o el Carnaval, se prohibía ser pobre. O al menos, se prohibía mostrarlo. ¡Qué cínicos! Me gustaría llamarles otras cosas, pero luego surgen los que me quieren canjear, silenciar o exiliar a mi pesar y me insultan por lo que ellos imaginan que soy.
En Valladolid, en tiempo de compras de rebajas, con casi tres millones de parados, con algunos pobres del este y del oeste pidiendo en su calles comerciales, en la ciudad en que el pobre Miguel de Cervantes las pasó canutas, en una ciudad que siempre conoció pícaros, mendigos, heterodoxos y toda clase de golfemia de la derecha moralista o de la izquierda pazguata, en esa ciudad de tan buen castellano, todavía perviven prohibiciones tan esperpénticas como ésta. Me gusta que permanezca el cartel, la prohibición, es una prueba más de la amoralidad de un régimen que hizo que media España pasara hambre. Y que la otra media disimulara, mirara para otro sitio y pensara que ya no tenían pobres porque estaban prohibidos.
Esos que estaban en las puertas de las iglesias, de los cuarteles, de los conventos o escondidos en sus chabolas, esos no existían porque el Estado, en compañía de la Iglesia, el municipio y sus instituciones, lo tenían terminantemente prohibidos. Está claro que el bien no puede practicarse a la fuerza. Ni se puede decretar la felicidad. Ni se puede prohibir la mendicidad. Me encantaría haber sido ladrón, haber podido robar sus bienes a aquellos amorales que dictaban prohibiciones como ésta. Cuando leo cosas así vuelvo a ser ese joven que creía- como Herman Hesse- que "todo dinero es robado, toda posesión es injusta". Ya no soy tan ingenuo. Ni leo a Herman Hesse. Lo intentaré cualquier día de éstos.