Javier Rioyo
Todavía recuerdo el placer lector que llegó con la publicación de El último encuentro, lo primero que leí de ese gran escritor, uno de los más tapados de esa generación espléndida que tuvo que huir de la barbarie de las dictaduras. Los fascismos, el comunismo, fueron crueles, ciegos, perseguidores con casi todos. Pero fue casi imposible que, salvo excepciones, desarrollaran con normalidad su obra. Hay muchos casos pero sin duda de los más llamativos fue el de Marai por la propia calidad de la obra. Desde hace años, gracias a "Salamandra"-¿quizá tengo que dar las gracias a Harry Portter?, pues se las doy, por Marai, Nemirovsky y por quién haga falta- hemos podido acercarnos al inteligente, complejo, culto e interesante universo de Marai. El de ficción y el que ha ido confesando en libros de memorias como Confesiones de un burgués.
Ahora se publica el último de sus diarios -y el primero que se traduce al español- el que va desde el año 1984 hasta el momento final de su vida. De una vida que terminó con 89 años y por su propio deseo. Un diario de los años finales hasta el día de su suicidio. Impresionante y nada complaciente lectura, anotaciones inteligentes de un hombre que está terminando su vida, que, además, está queriendo terminarla. Se ha muerto su mujer de toda una vida, llegan las enfermedades, se siente solo y además le gusta la soledad. Sigue escribiendo con sinceridad y libertad lo que piensa cada día, hasta el día final.
Unos meses antes de morir, en 20 agosto de 1988, anota:
"Vida social. Vienen a verme curiosos que me miran como si fuera un perro políglota en un teatro de variedades. La vejez convertida en espectáculo: Mirad- dicen-, todavía no se babea; todavía sabe hablar, sabe contar hasta tres, ¡y a su edad! Es un milagro. Se asoman al pozo de la vejez. Todavía no saben que el viejo prefiere la soledad porque es lo único que no le aburre"
Unos días después sigue escribiendo. Se queja de su poca vista, de su incapacidad para andar. No bebe casi nada, fuma diez cigarrillos diarios, no se acuerda del sexo ni en sueños, hace relecturas, olvida cosas, recuerda la elegancia del cuerpo de su mujer. "No protesto por la muerte, pero no deseo nada morir."
Unos meses después, en el principio del año 89. El quince de enero hace un escrito a mano, el único no escrito a máquina en sus diarios:
"Estoy esperando el llamamiento a filas; no me doy prisa, pero tampoco quiero aplazar nada por culpa de mis dudas. Ha llegado la hora."
Unos días después envía una carta de despedida a su editor. Y el día 21 de Febrero de 1989 termina con su vida de un disparo en la cabeza. Sus cenizas se esparcieron por el mar según sus deseos.