
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Rioyo
Volveré con él. Hoy, 25 años después de que el hombre que no envejecía, el joven Cortázar, el amigo que llegó de sus invenciones, el que nos hizo querer más el jazz y a algunas mujeres, el que nos incitó a pintar las paredes de los metros con historias de cronopios, tiene que estar en este lugar refugio de cronopios y espanto de famas. O mejor, no, que no se vayan ni ellos, ni las esperanzas. La casa es mejor que sea tomada por gentes distintas y la vida tiene que ser plural y abierta, tiene que continuar misteriosa en los parques y en las habitaciones. Muchas veces las invenciones son verídicas. Cuentan cosas que nos han pasado aquí Cortázar cuenta algo que me terminó por pasar. Ese señor del relato era yo.
"Historia verídica
A un señor se le caen al suelo los anteojos, que hacen un ruido horrible al chocar las baldosas. El señor se agacha afiligidísimo porque los cristales de los anteojos cuestas muy caros, pero descubre con asombro que por milagro no se le han roto.
Ahora el señor se siente profundamente agradecido y comprende que lo ocurrido vale por una advertencia amistosa, de modo que se encamina a una casa de óptica y adquiere en seguida un estuche de cuero almohadillado doble protección, a fin de curarse en salud. Una hora más tarde se le cae el estuche, y al agacharse sin mayor inquietud descubre que los anteojos se han hecho polvo. A este señor le lleva un rato comprender que los designios de la Providencia son inescrutables y que en realidad el milagro ha ocurrido ahora."