Javier Rioyo
A Nueva York la han cantado muy bien. Puede estar orgullosa de sus cuentistas. Y no se puede quejar de aquellos que han entrado en sus interiores. Está contada esquina a esquina. Novelada, biografiada, filmada, inventada y mil veces reinventada. Cada año se muere un poco para renacer con otra cara, otro cuerpo. La nostalgia nunca fue lo que quiso ser. Solo nos vale para la melancolía, que no es poco pero no es demasiado.
Cineastas, narradores y poetas. Muchos poetas. De todas clases, nacionalidades, lenguas y miradas. Lorca aparte, en el pasado siglo- el siglo de Nueva York- tuvo la suerte de seducir a unos cuantos poetas. Entre los "clásicos" no pueden faltar John Ashbery ni, desde luego Frank O’Hara.
Llevo días con O’Hara paseando por Nueva York. Sobre todo a la hora de comer. Buena hora para bocadillos líricos. A O’Hara le gustaba salir a esa hora en que los obreros descansan y se comen grasientos bocadillos con Coca Cola. Tampoco dejaba de salir a la hora en que Miles Davis entraba golpeado al Birdland ni a esa hora de la tarde en que los muchachos se tocaban en las dobles sesiones de los viejos cines. A O’Hara le gustaba recorrer su ciudad. Y otras ciudades, otros pueblos. Por España estuvo en los años de ladillas y franquistas, en Madrid encontró compañía y tornillos como amuletos.
Pero de sus "poemas a la hora de comer" me van a permitir uno muy reflexivo, un pequeño poema que está pensado especialmente para tantos jóvenes que tienen fe. Y que además de fe tienen hambre y necesidad de comer. Y el que come no tiene porqué callar. ¿Dónde defecarán el millón de almas cándidas, con sus cuerpos parecidos a los de cualquier pagano, que inundarán Madrid en las jornadas de Papa y muy señor suyo?
"¿No sería divertido
que El Dedo hubiese dispuesto
que cagáramos sólo una vez por semana?
durante toda la semana engordaríamos
y engordaríamos y el domingo por la mañana
cuando todo el mundo está en la iglesia
¡ploop!