
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Rioyo
De vez en cuando nos invitan a visitar sus lugares privados. Los ricos, a veces, necesitan que se sepa de ellos. Quieren no sólo ser ricos sino además, parecerlo. Así hay periodistas especializados en "la buena vida" que viven muy bien como invitados a un cielo que no es el suyo. Yo, no sé muy bien cómo ni porqué, estoy invitado a uno de esos viajes. Invitado por una empresa, "millésime" creada por el empresario Manuel Quintalero, para que los ricos tengan la posibilidad de encontrarse en privado con los mejores cocineros de España, que en algunos casos son los mejores del mundo. Y, al lado de la excelencia de la comida, y la bebida, han buscado un lugar, un paisaje, al nivel.
Así estoy en una de las playas más hermosas y de los hoteles más lujosos del Caribe. En la muy histórica isla de la República Dominicana. Esa isla que fue protagonista de una de las mejores novelas de Mario Vargas Llosa, "La fiesta del Chivo", aquella fiesta terminó. Aquél dictador, Trujillo, también. Aunque vinieron otros poderosos y los de siempre siguieron viviendo al servicio de unos pocos.
El capitalismo parece derrumbarse, mientras entre vinos, y delicias culinarias, los ricos de primeros mundos han construido un falso paraíso en un lugar que llaman Cap Cana. Seguridad, parcelado paraíso, playas y paisajes que parecen al margen de toda realidad. Habíamos tomado unos cócteles, antes de un delicioso Sancocho que tuvimos el placer de compartir en nuestra mesa con un "chico" nacido en una humilde familia y que desde hace años es uno de los emblemas del lujo en el mundo. Se llama Ferran Adriá, un genio buscador de sabores. Y un visitante de placeres gastronómicos allá dónde se encuentren. Capaz de gozar con algo muy sencillo, con algo muy barato o de beber el vino más caro del mundo. El cocinero es la nueva estrella de los nuevos paraísos artificiales de los ricos o de los ciudadanos curiosos, y ahorrativos, de la clase media que invierten para concederse un poco de buena vida.
Dede el caletón se ven las playas privadas, la selva domesticada, las casas de los poderosos, los campos de golf, los barcos deportivos. Me acordé de otro paisaje que una vez hace ya muchos años visité. El lugar de las tentaciones, allá en Jericó, el monte en que la leyenda cristiana sitúa las tentaciones de Cristo por parte del Diablo. Dónde Cristo dijo no. Y después de su "sacrifio" se montaron esa industria que promete paraísos artificiales en la otra vida. Una industria que no conoce crisis, aunque ya no sea lo que fue.
Y cuando estábamos en ese momento del paraíso artificial, una amiga, otra invitada a mirar unos por unos días la vida de los ricos, me dijo: "bueno, el único consuelo, es que ellos, estos dueños de todas éstas parcelas de paraíso, no follarán cómo lo hace un pobre venezolano que conocí el otro día. ¡Eso sí es el paraíso!"
Me tranquilicé. Mi mala conciencia se concedió unas vacaciones. Y recordé a esos chicos de la calle, esos "boys" que son los protagonistas de los cuentos de Junot Diaz, el dominicano más universal. El premio Pulitzer por "La maravillosa vida breve de Óscar Woo", y recordé lo felices folladores que son sus pobres chicos de barrio. Sus trigueñas, mulatas negras, incluso mulatas negras, de vez en cuando también dicen como mi amiga: serán muy ricos, pero no lo hacen como nosotros. Y de repente, el paraíso artificial se convierte en un pequeño y real paraíso. También los pobres tienen paraíso. Incluso infierno. Mientras llega el última "crack" de la bolsa habrá que seguir bailando en éste lado del paraíso.