Javier Rioyo
El otro día, en París y sin aguacero, me compré por pocos euros un delicioso panfleto/libro de una colección de los años veinte de la editorial Hachette. El que yo compré se llama Éloge du désordre, por Gérard Bauer. Un libro que se llamara Elogio del desorden me parecía destinado, me estaba esperando hace tiempo. Al regresar a casa, a Madrid, lo quise leer enseguida pero lo traspapelé entre mi desordenada mesa de trabajo, y como el pobre no es muy voluminoso, estaba perdido entre papeles, libros, invitaciones y otros objetos de mi más o menos controlado desorden de cada día. Ayer apareció. Lo abrí con cariño, como el que se introduce en una casa conocida, en una habitación amiga, en una cama de amante, en fin, en uno de esos lugares donde suponemos que vamos a estar cómodos. Lo primero que leí fue la apetecible colección de la que este “elogio” es el primero. Otros son elogios de la frivolidad, la ignorancia, el esnobismo, la coquetería, la curiosidad, la murmuración, la tontería, la pereza -no el muy querido libro de Paul Lafargue, el muy interesante y vago revolucionario y yerno de Marx- , la fealdad, la mentira, el egoísmo o la golosina. Todos asuntos cercanos, conocidos, admirados o muy atractivos.
Tengo que hablar con alguno de esos amigos editores de libros pequeños, raros e interesantes. No sé si existen traducciones de esta colección. Pero el asunto vale para proponer traducciones, rescates de estos textos leves y provocadores de los libres años veinte o para proponer una nueva edición. Me encantaría dirigir esa colección. Ya estoy pensando algunos nombres adecuados para cada tema de elogio. También se podían añadir unos cuantos elogios que se me están ocurriendo. No sigo para que no me roben la idea. Mi idea robada. Tampoco estaría mal un elogio al robo.
Hace tiempo que sabemos de la vulgaridad y el aburrimiento del orden. Menos mal que nunca lo conseguimos del todo. Por ejemplo, cuando creemos haber puesto un poco de orden en nuestra biblioteca, llegan nuevos habitantes para hacerse un espacio, para desordenar el orden… y así con casi todo.
Como se dice en el libro, de todo eso que solemos llamar defectos, el desorden es el más ligado a nuestro temperamento. Al menos al temperamento más libre, menos domesticado. Amamos instintivamente el desorden. Y eso indica generosidad de corazón y de espíritu. Es preferir el riesgo a las mezquinas certidumbres. El orden es imperioso, estrecho, cruel. Recuerdo que la gente de orden eran aquellos de los que siempre quise huir. Esos, los antepasados morales, inmorales, de esa “gente de orden” que ahora confunde el orden con las llamadas a las manifestaciones para imponer otra vez su viejo “orden nuevo”. Qué miedo me dan estos falsos desordenados. Estos ordenados de toda la vida.