Javier Rioyo
Hacía años que no pasaba un Sant Jordi en Barcelona. Lo he superado. No sin paciencia, sudores y codazos. Eso que no estuve haciendo cola en lo de Ruiz Zafón. No estoy para esos trotes. Ni para esas rosas que parecen de mentira.
El éxito arrasa con todo. El día del libro en Barcelona, día fetichista según Quim Monzó, nadie se quiere quedar sin su fetiche de libro, no importa cuál y su rosa -no importa que sea inodora e insípida-, corre peligro de verse seriamente desbordado por su éxito de masas.
Al libro, a la industria quiero decir, le vienen bien los éxitos de venta. Le viene bien esa estadística de las macroventas concentradas en un solo día. Entonces no le vendrá mal a nadie. Los pequeños, los invisibles, tendrán que afirmar su singularidad, su saber sobrevivir sin tener que estar en la lucha de cifras, en el número de ventas. Y recordar que la literatura, generalmente, es una cosa de minorías. De inmensas minorías cuando mejor.
Sigo pidiendo las firmas de los libros a sus autores. Unas veces porque me gusta ese fetichismo, esa señal de un encuentro. Pero ya no tengo paciencia, ni razones para hacer una cola ante un autor. Ni aunque fuera Cohetes.
Sí conseguí que mi admirado Quim Monzó me firmara su último ejemplo maestro de contar, con su humor, con su mala leche, la cantidad de cretinos con los que convivimos. Nuestro propio cretinismo. Y el mío. Todavía no he sido capaz de desentrañar su dedicatoria. Soy lento pero inseguro. Además lo oscuro es más culto.
Muchas veces creo que pido las firmas por vender un día más caros los libros que inundan mi vida. No sería un mal fin. Negociar con aquello que una vez fue capaz de darte placer. El libro es un buen negocio. Aunque sea una ruina.
No correré para vivir otra jornada de libros y rosas. A cada uno lo suyo. Y una rosa sigue siendo una rosa, una rosa, una rosa…