Javier Rioyo
Hace años dejé de asistir a la gala de los Goyas. Un poco por aquello de Groucho Marx de que nunca me fío de un club en que me admitan. Y mucho más por el aburrimiento que me producen las alegrías, emociones, llantos, amores domésticos, familiares, profesionales o ñoños expresados desde un escenario y para mayor gloria de esa efímera fama de unos segundos de "éxito" televisado.
De la misma manera que me molestan los ganadores de felicidad en público, vestidos de incierto glamour de una noche, me sobran las tristezas, odios, cabreos y decepciones de los que creen que un premio les hace mejores de lo que son. Me agota el necesario disimulo, el aplauso falso y la general ignorancia de la tropa de asistentes. Ni han visto, ni les importa, la mayoría de las películas que se premian o ignoran. Es una de esas noches en que casi todo es de mentira. Y la mentira puede ser estéticamente hermosa y necesaria o previsible, tierna, cargante e impostada.
Yo, más allá de los aciertos y las gracias de Buenafuente, de las alegrías por ver premiar a quines se lo merecen, o del placer de ver las derrotas de algunos que tantos meritos habían demostrado para el olvido o el castigo, veo a la tribu del cine gustándose en su vanidad más desenfocada.
No soy gremial, soy académico, miembro de esa familia- son mis semejantes, no diría que mis hermanos pero casi mis primos- y me sentí muy contento con que la ganadora fuera un película como "Pá negre". Es verdad que me hubieran gustado algunos premios más para Icíar Bollaín y habría cambiado el destino de otros, pero nunca me siento cómodo con la puesta en escena. No tiene que ver con la realización, el escenario, el guión o el presentador, sino con los extras, con esa fauna variada que tiene una entrada para unas horas de ¿¿¿glamour??? a la española, autonomías históricas incluidas.
La gala de los Goya es para la televisión. Desde mi butaca pude ver a los anónimos amigos de Alex de la Iglesia en la calle y gritando libertades bajo la lluvia- nada que ver con los que daban la cara en la plaza de El Cairo- dando la máscara. Todo el año es carnaval decía el mejor de los nuestros, de los periodistas, que a unos pasos de esa plaza se pegó un tiro cansado de nosotros, de su amor y un poco de sí mismo. Mariano José de Larra, muerto por su mano antes de cumplir los treinta años, fue sin embargo uno de los autores mejor pagados de su tiempo. Nadie le burló su trabajo. Ningún enmascarado le gritó por querer cobrar de su obra. Fue un dandi ilustrado. Un culto cabreado con tantas tonterías de un pueblo dado al grito, al cabreo y a darnos lecciones desde los púlpitos, mientras con otra mano están llevándose los réditos del cepillo. Hace años que vivimos en este lugar de Internet, no necesitamos que nadie nos de la bronca descubriendo que es el presente. Ni que el Mediterráneo está dónde se bañan Berlusconi y los del caso Gurtel. Hay cosas que hasta los periodistas que no somos presidentes de nada, e incluso los documentalistas que vamos por libre, lo sabemos sin que "señor, sí, señor" nos lo tenga que recordar desde un teatro irreal en una noche de baja comedia.
Pues eso, que soy un antiguo y me voy a una sala de cine a ver la de los Cohen.